[2016, Soraya Benítez y Nuria Sobrino]
<<I don't want to earn my living. I want to live>>. Esa
frase de Oscar Wilde resonaba en la cabeza de Nerea mientras observaba
desde la tribuna la fila de personas que se había formado en el Fnac de
Sevilla, el nueve de septiembre. ¿Cómo había cambiado tanto su vida?
Miró a la derecha y encontró la respuesta en los sesenta kilogramos de
nervios e ilusión sentados a su lado, portadores de una sonrisa muy
particular, esa de la que una vez creyó estar enamorada.
― ¡Es
increíble! ¿Te has fijado? La sala está llena ―exclamó exaltada
Patricia, la dueña de los sesenta kilogramos, de los nervios, la ilusión
y la sonrisa.
― Sí, hasta arriba ―confirmó Nerea con los ojos muy abiertos―. Quién nos lo iba a decir... ¡Nuestra primera firma!
Justo un año antes, más o menos a la misma hora, Nerea había quedado
para el hamaiketako con sus amigas en la cafetería de una de ellas.
Estrenaba el traje de casera que su madre, Aitziber, le había
confeccionado para la celebración de la fiesta vasca. Falda y pololos
con puntillas y lazos de color burdeos brillante, delantal azul claro,
blusa de cuello mao en marfil con bordados en las mangas y a lo largo de
la botonera, corpiño rosa palo de lazaderas azuladas con el mismo tono
que el delantal y, por último, pañuelo elaborado con trozos que habían
sobrado del resto de telas, como si fuera una pequeña manta de esas que
tanto le gustaban, al estilo patchwork. Para esta ocasión, había
escogido el color de las telas pensando en los tonos que caracterizaban a
su hija. La falda y su pelo, el delantal y sus ojos, la blusa y su
piel. La combinación era perfecta. Había quedado precioso. Aitziber era
una apasionada de los trajes regionales vascos y la tradición que giraba
en torno a ellos. Por eso, cuando se divorció a los cuarenta y cinco
años, convirtió esta pasión en el medio para ganarse la vida.
Nerea había terminado de arreglarse en su habitación, se miró al espejo y
dejó escapar una sonrisa orgullosa y complacida, pensando que,
definitivamente, había heredado de su madre el gusto por los colores y
sus matices. En ese momento, sonó el teléfono móvil sobre la cómoda. En
la pantalla, una foto divertida de Patricia ―su amiga sevillana― le
anticipaba la identidad de su interlocutor.
― ¡Hola maitia! ―la saludó como de costumbre―. ¿Qué pasa?
El rostro, atento a la voz que provenía del auricular, evolucionó por
segundos, pasando de la alegría más natural al asombro contenido en sus
ojos expresivos. Salió de la habitación con el teléfono móvil pegado a
la oreja, dirigiéndose hacia la puerta de entrada y haciendo una parada
en la cocina para despedirse de su madre. Ya en la calle, se atrevió a
interrumpir a su amiga.
― Espera, que no me estoy enterando de nada. ¿En Sevilla dices?
― Que sí, chiquilla, aquí, a mi vera.
― ¿La semana que viene? ¿Tan rápido? Yo… ya sabes que necesito mi tiempo. No sé si…
― ¡No tienes que saber nada! ―exclamó Patricia al otro lado―. Es una
buena oportunidad. No te preocupes por el alojamiento, te quedas en mi
casa hasta que encuentres un piso que te venga bien. Mis padres no
llegarán de Chile hasta navidades y a Juan Pe no le importa que te
instales en casa, ya le he preguntado.
― Bueno, bueno, dame un par de horas, por lo menos. Déjame asimilarlo.
Al acabar la conversación, Nerea frenó de golpe su paso y se apoyó en
una tapia del camino. Era un día caluroso, como todos a primeros de
septiembre pero, hasta entonces, no había reparado en el sol que teñía
las fachadas de los edificios, la copa de los árboles, la carretera, los
coches aparcados y el paseo en el que, de pequeña, tantas veces jugó
con Iris cuando ésta aún vivía. Las aceras empezaban a llenarse de
colores y de trajes de casera. Todo le era familiar y conocido. Todo
menos ella misma, tan diferente a aquella Nerea que a los diecinueve
soñaba con viajar, con conocer lugares y personas diferentes,
coleccionando experiencias que recogería en su agenda para luego usarlas
en sus poemas. Los años habían pasado y sentía que su vida y sus sueños
se habían estancado, porque siempre había encontrado alguna razón para
postergarlos, a causa o por culpa de ese sentido de la responsabilidad
que tan bien la caracterizaba. Y ahora, la mujer de treinta y cinco años
que estaba apoyada en la tapia ya no soñaba como antes, se había
acostumbrado a una vida que dependía más de los que le rodeaban que de
sus sueños e inquietudes.
Miró el reloj. Eran las once y diez.
Como siempre, llegaría tarde. Suspiró y retomó el paso ligero. Al
llegar a la cafetería, ya estaban todos sentados a la mesa: Ana, Isabel,
Alazne, Estitxu, Aitor y Kepa. Todos con sus respectivas parejas, con
sus familias. Solo faltaba ella, porque Lara, la otra ausente, se
encontraba en la otra punta del mundo. Lara sí había dado el paso, ella
sí fue capaz de ir tras su sueño sin importarle lo que dejaba atrás,
entre otros, a la propia Nerea. Desde que se fue a Australia a vivir del
surf, hacía ya doce años, Nerea era la única de su grupo de amigos que
acudía sin pareja a los hamaiketakos de la fiesta vasca, sobre todo,
porque nunca volvió a llamar pareja a ninguna otra que no fuera Lara.
Eran Maider, Leire, Irene, Izaskun, María o Virginia; pero nunca su
pareja. Ni tan siquiera Marina, con la que mantuvo una relación de tres
años.
Se sentó en el único hueco que quedaba libre en la mesa
y, enseguida, las típicas quejas por su tardanza se desvanecieron cuando
comenzaron a comer y a beber con la misma intensidad y alegría que
todos los años, aunque nunca como antaño. Desde que sus amigos se habían
convertido en padres, ya no bebían tanto e intentaban alargar el
hamaiketako para que los niños disfrutaran jugando en los columpios. Era
peligroso ir de poteo con ellos al pueblo, había demasiada gente, no
solo en los bares ―a los que era casi imposible acceder― sino en las
propias calles. Además, ese año la fiesta caía en viernes y coincidía
con día festivo en toda Guipúzcoa, lo que se podía traducir como una
marabunta de gente desinhibida y borracha ya desde el mediodía.
Estuvieron bebiendo sidra en un ambiente tranquilo y apacible,
atiborrándose de los pinchos que Maite, la dueña de la cafetería y
miembro de la cuadrilla, sacaba con frecuencia de la cocina para que la
sidra no se les subiera a la cabeza. La conversación de la mesa giraba
en torno a la vuelta al colegio, los horarios de clase o el precio del
material escolar; pero la cabeza de Nerea no había dejado de pensar en
la propuesta que Patricia le había hecho un rato antes. Demasiada
precipitación. Ella no solía actuar así. Necesitaba su tiempo. ¿Cuánto?
¿Cuánto había desperdiciado ya? ¿Cuándo iba a prescindir de las excusas?
Como la que deja que su boca resuelva sin tener en cuenta al resto de
partes de su cuerpo y ajena a los derroteros por los que se había
extendido la conversación, exclamó de pronto: ¡la semana que viene me
voy a vivir a Sevilla!.
Ya era quince de septiembre
cuando buscaba el número cuarenta y nueve de la calle Castilla con un
nudo en el estómago. Allí comenzaría una nueva andadura como diseñadora
gráfica, maquetando y componiendo la nueva colección de publicaciones de
la editorial independiente Trianaversa. La esperaba Paco Martos,
fundador de la editorial, amigo de Patricia y, probablemente, uno de los
mejores clientes de la librería en la que esta trabajaba.
El
barrio todavía estaba por amanecer. Aunque Nerea había visitado varias
veces aquella ciudad, nunca la había mirado con los ojos de esa mañana.
La calle Betis era una recta muda y solitaria, cubierta de un sol
todavía veraniego. Solo un bar abierto, ya cerca del puente de Isabel
II, puente que Nerea no llamaba así porque Patricia, como buena
trianera, le había explicado que, dijeran lo que dijeran los libros y
las guías turísticas, ese puente no era de ninguna Isabel. Aquel era el
puente de Triana. Pronto se llenaría el mercado de abastos y las
terrazas de la plaza del Altozano con un discurrir continuo de turistas.
A unos minutos de allí, Patricia salía de su piso en la calle Troya
para dirigirse al trabajo. Le tocaba abrir la librería y, aunque en
bicicleta no tardaría demasiado, le gustaba llegar con antelación y
disfrutar de la soledad de los pasillos llenos de obras, el olor a libro
nuevo, la variedad de estilos en las cubiertas, de los tamaños,
grosores, temáticas... Debería haberme hecho bibliotecaria, en lugar de
estudiar Turismo. ¡Anda que no me acuerdo del dichoso orientador del
instituto! ―se decía a sí misma a menudo. Aquella mañana, volvió a
mascullarlo entre los dientes mientras quitaba la cadena a su bicicleta y
volvería a repetirlo en silencio por el camino. Ya cerca de la
librería, notó en el bolsillo de su pierna la vibración del teléfono
móvil y esperó hasta llegar al quiosco de la calle Sierpes, para
detenerse y sacar el teléfono del bolsillo. Era un SMS de Paco Martos.
Él nunca usaba el chat de Facebook o la mensajería de WhatsApp para
comunicarse porque no le inspiraban mucha confianza. El mensaje de texto
solo decía: "Gracias por haberme recomendado a Nerea, es muy simpática y
estoy seguro de que hará una labor envidiable. Aquí estoy con ella,
definiendo sus funciones. Te debo una cerveza". La boca de Patricia se
arqueó satisfecha. Cuando Paco le comentó que estaban buscando a una
persona para abarcar más proyectos, sabía que Nerea era ideal para el
puesto. Estaba en paro, después de trabajar como free lance en varias
empresas de diseño gráfico, y llevaba algunos meses con la moral por el
suelo. Además, siempre le había hablado de su inclinación por el mundo
editorial, los libros y la literatura. Ese trabajo era para ella y el
cambio de aires le sentaría de maravilla.
Poco antes de las
nueve y media de la mañana, la librería ya estaba preparada para abrir
sus puertas, solo a falta de que Patricia recolocara los libros de una
de las baldas de la estantería de clásicos, tumbados por efecto dominó.
Desde la estantería, de espaldas a la entrada, oyó un ruido repetido. Se
giró para descubrir de dónde provenía. Un hombre golpeaba el vidrio de
la puerta principal con la yema de los dedos. Al comprobar que había
conseguido llamar la atención de Patricia, le dedicó una sonrisa. Ella,
sin embargo, removió el brazo en el aire indicándole que se fuera; pero
el hombre de la puerta, que no era otro que Rafa, su ex, negó con la
cabeza. Una vez más, le indicó que se marchara con la mano y con la
barbilla, pero él no hizo el más mínimo ademán. Patricia miró el reloj,
comprobó que ya eran las nueve y media y se dirigió hacia la entrada
para abrir.
― ¿Qué haces aquí? ―preguntó con una fingida serenidad.
― ¿No puedo venir? ―respondió él con otra pregunta, renovando la
sonrisa que antes no había surtido efecto. Corrigió después la postura
del cuello de su camisa. Patricia adelantó un paso hacia fuera, miró a
ambos lados de la calle y comprobó que todavía no había rastro de
ninguno de los compañeros que trabajaban en su mismo turno.
― Deberías irte, Rafa.
― Creo que no, de hecho, me han entrado ganas de comprarme un libro
―dijo esto al tiempo que avanzaba hacia el interior de la librería
dejando a Patricia en la entrada.
― Rafa, por favor, márchate ―le ordenó sin éxito y fue tras él, recorriendo los estantes.
― No.
― ¡Rafa!
― ¿No lo entiendes? ―preguntó girándose hacia ella con los brazos
levantados―. Es la única forma de que me escuches. No me mires como si
estuviera loco. He intentado hablar contigo pero no respondes a mis
llamadas ni tampoco a mis mensajes de WhatsApp ―Patricia se distanció de
él negando con la cabeza y verificó que nadie más estuviera en la
librería. Después de confirmarlo, volvió a la entrada para mirar hacia
los lados de la calle y luego, regresó dentro, donde Rafa la esperaba
con el codo apoyado en el mostrador de caja. De nuevo, insistió con la
sonrisa carnosa, custodiada por hoyuelos, con la que siempre había
logrado convencer a su ex novia. La piel bronceada ayudaba en aquel acto
persuasivo, también lo hacía la musculatura marcada en la camisa.
Patricia, intranquila, preocupada por la pronta aparición de sus
compañeros, decidió conceder una tregua a la irritación con la que
llevaba dos meses huyendo de él.
― De acuerdo, podemos hablar, pero ahora no. Estoy trabajando. ¿Nos vemos cuando acabe el turno?
― Claro. Yo tengo unos recados que hacer. No es lo que piensas, ¡eh! He
quedado con estos ―así llamaba a su grupo indefinido de amigos― para
solucionar un tema, pero puedo recogerte con la Harley cuando salgas.
― No es necesario. Vine en bicicleta. Si quieres nos vemos en...
―consultó con el suelo su decisión durante unos segundos― ¿el Dos de
Mayo? ¿A las tres?
― Perfecto ―concluyó, incorporándose del
mostrador y acercándose a Patricia con intención de darle un beso en la
mejilla, acto que ella aceptó con resignación sin sortearlo.
[Continuará]
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