[2016, Soraya Benítez y Nuria Sobrino]
Patricia aceptó el cambio y se sentó en la butaca que quedaba libre. En las últimas semanas, habían disfrutado de la cercanía que supone vivir en la misma ciudad, en la misma casa y, sin embargo, hablaban menos que cuando mediaban entre ellas cientos de kilómetros; reemplazando aquellas conversaciones largas ―a veces, prolongadas hasta la madrugada― y profundas, por momentos de rutina diaria compartida. Tal vez, la razón principal de aquella realidad era que estaban habituadas a manifestar sus emociones por medio de unas teclas y una pantalla, principalmente. Así se habían conocido. Nerea era aficionada a reflejar toda clase de inquietudes en sus cuadernos ―una letra casi ilegible, muchas rimas, algún dibujo― y le gustaba consultar los foros de poesía que encontraba en internet. En uno de ellos, empezó poco después a publicar sus escritos. Patricia llegó al mismo foro por casualidad, como suele ocurrir en la navegación por la red. Leía las entradas nuevas, enviaba con frecuencia algún poema, y realizaba comentarios en los poemas de otros, en especial, en los de Nerea, que todavía no había superado la ausencia de Lara y era capaz de desmenuzar sentimientos de una manera que maravillaba a Patricia. De ese intercambio de comentarios públicos pasaron a intercambiar mensajes privados o correos electrónicos, y de ahí a la mensajería instantánea de Windows, a los SMS, a Skype y a Whatsapp. La tersura sureña de una se entremezclaba con la lozanía norteña de la otra. La añoranza de Lara con la decepción provocada por Rafa. Se complementaban, aunque Nerea tardó en acomodarse a la actitud abierta y afectuosa de esta nueva amiga. Ella era mucho más reservada. De hecho, esa extroversión sevillana había llegado a confundirla en un primer momento, desembocando en lo que se había negado a llamar enamoramiento, entre otros motivos, porque todo quedó en un malentendido que se resolvió en uno de los encuentros relámpago que las había unido en Sevilla dos años antes. Nerea denominó entonces a lo que había sentido como «una equivocación» y Patricia no le dio mayor importancia.
― ¿Cómo te ha ido con los pisos?
― Mal, no me han gustado los tres que he visto ―frunció los labios en una mueca de desprecio antes de besar la boca de su Coronita―. Por eso, terminé antes de lo previsto y volví a Trianaversa para recoger unos diseños. Allí seguía Alicia revisando documentación y me quedé un rato con ella, hasta que me dijo que ya estaba bien de trabajar y me propuso tomar unas tapas en un bar que se llamaba...―se quedó pensando con los ojos cerrados durante unos segundos― ¡Las golondrinas!
― ¡Ah! Claro, un clásico en el barrio ―asintió Patricia sonriendo.
― De todos modos, continuaré mirando pisos, aunque sea por otra zona, porque no quiero que... ¡quita ese entrecejo, mujer! ―exclamó, interrumpiendo lo que estaba diciendo para reprobar el gesto de su amiga―. Ya sé que no te importa que me quede más tiempo aquí; pero me he venido desde País Vasco para ser más independiente, ¿no?
Las cejas de Patricia continuaban arrugadas, aunque entendía a Nerea y, solo por eso, inclinó la barbilla hacia abajo, como si de esa forma estuviera dándole la razón. Ambas permanecieron calladas. Solo se oían las patas de Bicho corriendo en el salón, detrás de su pelota. Poco después, Patricia dejó su Coronita sobre la mesa y se levantó de la butaca.
― Ahora vuelvo.
La terraza se iluminó cuando encendió la luz del salón. Nerea la escuchó hablar con Bicho y jugar con él. Sabía que su amiga se angustiaba con la soledad. La ausencia de sus padres había provocado en ella un vacío que intentaba rellenar a toda costa. Eso explicaba por qué se volcaba tanto sobre Juan Pe, por qué ejercía una protección desmedida sobre él ―aunque fuera ella la hermana pequeña―. Esta conducta se podía intuir a través de las conversaciones virtuales, los miedos, la sensación de desamparo; pero había dejado de ser una percepción para Nerea, lo había constatado en el poco tiempo que llevaba conviviendo con ella. Se preguntaba si ese habría sido también el motivo por el cual la había propuesto para el trabajo en la editorial. A lo mejor era una forma sutil de pedirle ayuda, porque de otro modo no iba a hacerlo. Podía condensar en su metro setenta de cuerpo, toda la extroversión sevillana, pero ese rasgo no menoscababa la facilidad que tenía para cargarse de responsabilidades cual heroína que puede con todo, sin requerir auxilio alguno, por muy agobiada que se encontrase. De todos modos, Nerea no estaba dispuesta a postergar su independencia. Llevaba haciéndolo toda la vida para no alejarse de Lara, para no abandonar a su madre, para complacer a su padre... Siempre había hallado una excusa y ahora quería desoírlas todas, seguir su instinto. «¿Quién es el rey de esta casa, eh, quién? Claro, claro, sí, tú, mi Bichillo». Patricia había desplazado su conversación con el perro hasta la cocina. Nerea se levantó de la butaca para ir con ellos, pero desde el salón regresó a la terraza cuando cayó en la cuenta de que había olvidado su teléfono móvil. Al recogerlo de la mesa, se acordó de Niall. No había hablado con él ―a excepción de varios whatsapps― desde aquella conversación a orillas del Guadalquivir, recién llegada a Sevilla. No había podido desprenderse de la sensación extraña que la embargó ese día. Mañana por la tarde le llamo, se dijo a sí misma.
Estaban en la cocina los tres: Patricia, Nerea y Bicho, que golpeaba con su patita la zapatilla de Nerea para que le lanzara la pelota. De pronto, la puerta principal de la vivienda se abrió para cerrarse a continuación de un portazo. Los pasos escandalosos revelaban la llegada de Juan Pe.
― Pero... ¿qué te ha pasado, miarma? ―preguntó alarmada su hermana al ver que traía la cara avinagrada y una herida abierta en el labio. Juan Pe la miraba desde el quicio de la puerta. Era espigado, casi rozaba el marco superior con la cabeza.
― Nada ―respondió, seco, cortante, queriendo esquivar la preocupación de su hermana que se abalanzó sobre él para examinarle el labio.
― Nada, nada... ―imitó Patricia― ¿cómo que nada? Deja que te mire. ¡Estate quieto, chiquillo! Anda, ven al salón que te cure eso.
Bicho los miraba sentado sobre sus patas traseras junto a Nerea, que también los contemplaba con el rostro preocupado. Juan Pe siguió a su hermana y obedeció cuando ella le mandó sentarse en el sofá. Patricia cogió un pañuelo de papel del paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón y se lo dio para que presionara la herida mientras ella sacaba de un cajón el botiquín.
― Vamos a ver... levanta el pañuelo ―se sentó a su lado, continuaba saliendo sangre―. No se debe oprimir demasiado para que no se quede amontonada la sangre, sino se podría formar un coágulo ―dicho esto, extrajo del botiquín un algodón y lo impregnó en agua oxigenada―. Voy a limpiártelo un poco, porque parece que, aunque siga saliendo sangre, ya se está empezando a formar postilla. Esto ya está, mañana pasamos por el centro de salud a que te lo miren y listo ―dijo, y alargó el brazo hasta la mesa para soltar encima el algodón―. Y, ahora, me cuentas qué ha ocurrido, de aquí no nos movemos hasta que me digas qué coño ha pasado esta vez ―se cruzó de brazos y frunció el entrecejo.
Juan Pe no levantaba la mirada de sus rodillas, como si sus ojos se hubieran clavado en un lugar determinado de la rótula y no fuera capaz de sacarlos de ahí. Quería dar una explicación lógica a lo que le había sucedido, pero sabía que no la tenía, por eso no dijo nada. Nerea sentía que sobraba en aquella escena pero algo le impulsaba a quedarse. Ahora mismo, aquella familia era la suya y, aunque no sabía cómo intervenir, permaneció delante de los dos, muda también como su amiga, que esperaba impaciente, rezando para que Rafa no tuviera nada que ver con aquello.
[Continuará]
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