lunes, 10 de octubre de 2016

Mañana será siempre VIII

 [2016, Nuria Sobrino y Soraya Benítez ]
Entrada modificada el 13/10/2016

     El impulso que llevó a Nerea a trasladarse a novecientos kilómetros de la que hasta entonces había sido su vida, empezaba a perder fuerza. Allí, delante de aquella ventana, en casa de su amiga, volvía a sentirse sola. Como tantas otras veces. Era una soledad que ella misma construyó. Para defenderse. Para no tener que dar más de lo necesario. Para no sufrir. Y esa soledad la había acompañado hasta allí. Se la había traído en la maleta a la ciudad de Patricia. A su barrio. A ese lugar del que tanto le habló desde la distancia. Ahora que ella estaba allí, en su ventana, tenía miedo. Temía que ese sentimiento oscuro que la perseguía desde hacía ya doce años salpicara su querida Triana... o a ella misma. No quería hacerle daño a Patricia. No quería ser la Nerea que defraudaba siempre. Bicho que permanecía tumbado bajo la mesa de la cocina, se levantó como si hubiera oído sus pensamientos, se acercó hasta ella y dejó caer todo su cuerpo junto a su pierna. El gesto del animal la devolvió al momento presente. Sonrió. Se sentó en el suelo, y acarició aquella pequeña bola de pelo, relajándose, dejando que el tiempo muerto se llevara sus recuerdos.
    «Ya amanecí hace un rato. Te cojo prestado el coche y a Bicho, nos vamos a pasar la tarde al parque del Alamillo. Necesito perderme un poco. Nos vemos luego. Besos». Ese era el whatsapp que Nerea mandó a su amiga antes de salir por la puerta de casa. El sábado había ido despejándose a lo largo de la tarde. El sol asomaba cada vez con más asiduidad entre las nubes que aún quedaban dispersas por el cielo, justo encima de su cabeza. Tras dar un buen paseo por el parque, Bicho y ella se tumbaron en el césped custodiado por unos árboles en sus flancos, frente a un lago artificial bordeado por un camino cuya forma le había recordado a la playa de La Concha. Había seguido las indicaciones hasta llegar allí, la llamada «zona de perros», en la que estos podían ir sueltos. Cerró los ojos y dejó que su memoria volara hasta su juventud. A La Concha. Una noche de un quince de agosto. Con el cielo de San Sebastián iluminado de colores. Cuando besó por primera vez a Lara. «Perdona, ¿es aquel tu perro?». Una voz de mujer la sacó de su añoranza. Una voz y unos ojos verdes que la miraban desde arriba tapándole el sol mientras señalaba hacia la arboleda de la derecha. Sin haberse percatado, Bicho se había acercado hasta donde estaba María, la propietaria de la voz, de los ojos y de Leia, una preciosa setter inglesa de manchas marrones. «Sí... bueno no... es Bicho, sí, pero no es mi perro», contestó Nerea balbuceante ante el asombro y la belleza de aquel rostro que la contemplaba. María, una joven de tez morena, castaña, de acento gaditano, de la que Nerea descubriría esa misma tarde su pasión por los animales, su edad ―veintinueve años― y su profesión ―productora de series de televisión―, les invitó a ella y a Bicho a compartir sombra y merienda. Pasaron juntas la tarde. Charlaron, rieron, bebieron, jugaron con sus mascotas, pasearon y compartieron en apenas unas horas casi una vida entera. Cuando la memoria de Lara la ahogaba, la naturaleza cerrada de Nerea se transformaba en un encanto natural. Se desnudaba por completo ante la primera mujer que le mostrara el menor indicio de acercamiento, se abría como un libro siempre que buscaba aplacar su necesidad de cariño. Así es como seducía a la colección de nombres que nunca llegaría a llamar pareja.
     Cuando la noche abrigó por completo a Sevilla y ambas se dejaron seducir por su embrujo, Nerea se ofreció a llevar a María y Leia hasta su casa. Eran las cuatro de la madrugada cuando Bicho y ella salieron de un pequeño piso situado en la calle Peral. Antes de montarse en el coche, sacó del bolso su móvil que llevaba en silencio, y empezó a revisar las notificaciones ignoradas hasta entonces: dos llamadas perdidas, cinco correos electrónicos y tres conversaciones de WhatsApp. Chistes varios del grupo de su cuadrilla, una llamada y tres mensajes de Patricia, otra llamada, de su padre y un mensaje de este: «Te llamé maitia, no era nada importante. Tan solo quería decirte que este jueves estoy ahí. Llámame cuando puedas. Muxuak*».


     El mercado de Triana acogió las exposiciones del Paseo del Arte en la mañana del sábado, pero el domingo volvieron a la ribera del río todos esos artistas que, semana tras semana, mostraban su obra al aire libre, bajo la atenta mirada de paseantes, sobre todo, de extranjeros. Aquello era mucho más que un mercadillo, era un museo portátil, un taller abierto al público donde los expertos compartían entre sí técnicas y experiencias, un lugar privilegiado desde el que se podía disfrutar del proceso creativo en directo, o posar como modelo durante unos minutos para que una decena de especialistas en dibujo te retraten. Patricia lo había hecho en una ocasión. Había posado sentada en una silla plegable con su bulldog francés sobre el regazo y, al fondo, el puente de Triana. Fue un regalo a carboncillo para sus padres, y aquella mañana, no recordaba si continuaba enmarcado en la habitación matrimonial o se había marchado con ellos a Chile. 
     Acudió a recrearse en los puestecillos de artesanía después de dejar a Bicho en casa, tras su paseo matutino. Lo había notado cansado, menos juguetón que de costumbre, y sabía que Nerea era la culpable de esa vagancia. Estaba muy enfadada con ella, no tanto ya por desaparecer con Bicho sin dar apenas explicaciones, que también, sino por desentenderse del teléfono móvil y no avisar de su tardanza. La esperó todo el tiempo que sus ojos fueron capaces de mantenerse abiertos, pero terminó durmiéndose. Nada más despertar, empujada por la preocupación de la noche anterior, había ido a la cocina para comprobar que Bicho estaba donde casi siempre, en su cama tumbado. Una vez confirmado, caminó deprisa hacia la habitación de Nerea, esperando recibir una explicación lo suficientemente razonable como para borrar el entrecejo de su frente y calmar la indignación que sentía. Sin embargo, la habitación estaba vacía, la cama hecha y la ventana entreabierta tal y como la dejaba cada mañana su amiga cuando se marchaba a la editorial.  Tampoco estaba en el baño o en el salón. ¿Dónde se había metido? Tenía el móvil apagado. No le quedaba más remedio que esperar a que diera señales de vida. 
     Mientras deambulaba por el Paseo del Arte, su cabeza, además de dar vueltas al enfado con Nerea, continuaba sopesando la proposición de Paco. No dejaba de pensar en ello. Estaba acostumbrada a trabajar con libros, a desembalarlos, a apilarlos y ordenarlos en los estantes. Ella los vendía, también, los compraba y los leía; pero escribir un libro era diferente, iba más allá de las historias que se inventaba caminando por la calle o contemplando a una pareja en la barra de un bar, ni siquiera sabía por dónde empezar. Le habría gustado compartir todas estas dudas con su amiga, conocer su opinión, saber si le parecía un disparate. ¿Dónde podía estar? A veces, le costaba entender su actitud. 
     Había llegado a la plaza de Chapina con un paso automático, como si paseara con Bicho. A menudo, realizaban esa ruta, tomando luego Castilla de regreso a casa. Nada más adentrarse en la calle, Patricia distinguió la Harley de Rafa aparcada en la misma acera que transitaba. En ese momento, si hubiera visto al mismísimo demonio no se habría inquietado tanto. Tensa como una cuerda a punto de romperse y con un tambor en el pecho, giró sobre su cuerpo y miró alrededor. Suspiró aliviada. Su ex no estaba por allí, pero no andaría muy lejos porque no se separaba de su apéndice de hierro cuando lo sacaba del garaje. Aquella certeza le dio una patada en el corazón y, nuevamente, volvió la orquesta de latidos. Sin pensarlo mucho, cruzó a la otra acera y entró en la calle Magallanes, perpendicular a Castilla, que desembocaba en su paralela. Caminó rápido, con zancadas largas, sin mirar atrás. Cuando se distanció unas calles de la motocicleta aminoró el paso, aunque recuperó la calma solo a medias. Estaba indignada con su comportamiento, una huida a caballo entre la cobardía y la duda. Rehuía los enfrentamientos con Rafa, las explicaciones, la negatividad. Ya no le amaba, estaba convencida de ello, pero todavía no había aprendido a separarse de él. Se mantenía apegada a la comodidad que supone saberse en los pensamientos de alguien porque, a veces, aunque la razón de nuestra desdicha se encuentre en el vínculo con una persona, a todos nos gusta que nos recuerden, que nos busquen, que se interesen por nosotros. De pronto, sintió un peso en el hombro que la hizo dar un respingo. Por un instante, imaginó a Rafa.
― ¡Oye! ―dijo una voz femenina y Patricia miró hacia atrás.
― ¡Estrella! ¿Qué tal?
― Aquí, que te he saludado al cruzarme contigo pero has pasado de mí.
― Perdona, iba pensando en mis cosas y no te he visto.
― Me lo he imaginado ―la chica celebró con una carcajada aquella sinceridad―. Ibas muy seria, con el ceño fruncido. ¿Dónde te metes, Patri? Llevamos, por lo menos... tres semanas sin vernos, desde que fuimos al cine a ver la de Woody Allen, ¿no?

― Pues... ―Patricia desvió los ojos hacia el rótulo de una ferretería como si en él encontrara la fecha de su última cita― sí, creo que sí, a primeros de mes. ¿Y qué, cómo va todo? Leí en el grupo de WhatsApp que Carlos tiene pronto el juicio con su empresa, ¿no?
― Sí, tía, los cabrones esos quieren librarse de pagarle la indemnización. ¡Que no es improcedente el despido! Hijos de puta... Aunque, Carlos seguro que lo arregla. Peor fue lo de Marisol el otro día.
― ¿Qué le pasó?
― Que tuvo la semana pasada la entrevista de trabajo para la tienda de ropa aquella ―se esperó a encontrar en el rostro de Patricia una señal que le indicara que sabía a qué se refería, pero ella le miró como si le estuviera hablando en chino―. Sí, nena, la tienda de Los Remedios en la que había dejado el currículum ―Patricia negó e hizo mueca encogiendo los labios―. No, si es que no te enteras de nada, últimamente... Bueno, pues el caso es que fue a la entrevista y, ¿sabes qué le preguntaron? Que si pensaba tener hijos. ¿Te lo puedes creer? Yo es que flipo... Lo oyes por ahí y te crees que es una leyenda urbana pero no, tía, te lo preguntan y se quedan tan panchos.
― Marisol se quedaría pasmada. ¿Qué respondió?
― Nada, que no sabía si tendría hijos, que no se lo planteaba ahora mismo, ¿qué va a decir?


*En euskera. En castellano: besos.

[Continuará]

lunes, 3 de octubre de 2016

Mañana será siempre VII


  El despertador de Nerea no sonó aquella mañana. Lo había desconectado, intencionadamente, la noche anterior. Quería dormir hasta que su cuerpo dijera: «basta, levántate». Dormir y no pensar en nada. Dio varias vueltas en la cama antes de abrir los ojos, retrasando el momento de volver a la realidad. Le gustaba dormir con las persianas abiertas. Nunca se desenvolvió bien en la oscuridad. Necesitaba ver luz nada más despertar, y la que se colaba esa mañana por la ventana le anunciaba un día grisáceo. 
     Cuando salió de la cama y miró el reloj, este marcaba las once y cincuenta y cinco. Se sorprendió de haber dormido tanto. Se acostaron tarde, pero habían pasado casi nueve horas, y eso no era normal en ella. «Me haría falta», pensó. Se fue directa a la ducha. El cuerpo acusaba las cervezas del día anterior. Lo peor eran las náuseas que subían desde el estómago hasta la boca, una desagradable sensación de querer vomitar y no poder. Igual que la noche anterior, cuando quiso defender a su amiga y dudó por miedo. Al recordar la escena, acudió a sus labios una sonrisa burlona. Al final, su titubeo en la taberna se convirtió en un propicio desastre; pero, a pesar del resultado, sabía que tardaría en sacudirse esa sensación de impotencia y temor. Abrió el grifo y dejó que el agua se calentara mientras se desvestía. El sonido rebotaba en las paredes del cuarto de baño que empezaba a llenarse de vaho. Aunque ella no oía el son de las gotas golpeando el suelo y la mampara, en su cabeza solo resonaban los ecos de la noche, Lara, Niall, Rafa, Patricia. Se metió en la ducha, colocó el cuerpo bajo el chorro y buscó esa posición exacta que, poco a poco, convirtió el murmullo que le taladraba la conciencia en un profundo silencio. Así estuvo un rato, dejando que las gotas siguieran su camino y se llevaran con ellas los miedos, el rencor y la culpa. «He cogido el álbum, me voy a dar un paseo. Llámame cuando amanezcas. Besos», leyó en una nota que Patricia le había dejado en la cocina cuando fue a comprobar si su estómago aceptaría algo de comida. En casa solo estaban ella y Bicho, que se había convertido en su pequeño y jadeante guardaespaldas desde el mismo momento en que salió de la habitación. Cogió una manzana del frutero y se acercó hasta la ventana mientras la mordía. El perro, una vez constató que Nerea se había quedado quieta frente al cristal, se tumbó debajo de la mesa y cerró los ojos. Era la una y media de la tarde, la luz, aunque gris, brillaba a través de las nubes con intensidad. «Aquí, hasta los días tristes lucen más». Ese pensamiento le llevó a recordar su tierra, sus amigos, Niall, su madre... todo lo que había dejado allí arriba, como solía decir Patricia. Sonrió. Sevilla es una ciudad que desprende calor, que acoge al de fuera y le abraza para que se sienta como en casa. Así lo sentía ella, una norteña reservada, demasiado seria para esta gente del sur. Sin embargo, algo le decía que estaba en su hogar. Echaba de menos su gente, pero se sentía a gusto. Una contradicción que le producía cierta desazón, pero que pronto entendería. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón, abrió los contactos favoritos y pulsó sobre la foto de su madre. Kiaxo ama*, dijo en respuesta al kaixo biotza** de Aitziber al otro lado. Al contrario que con su padre, las conversaciones telefónicas con su ama solían ser extensas. A Aitziber le gustaba hablar, era capaz de contar la vida de los demás como si de una telenovela se tratara, pero cuando le preguntabas por la suya, la resumía en dos palabras: ni, ondo***, y no le sacabas mucho más. Hablaron sin preocuparse por el tiempo que transcurría. Su madre la puso al corriente de todos los cotilleos del pueblo. Nerea le contó cómo era su trabajo en la editorial, habló de lo preciosa que era Sevilla, alabó las bondades del tiempo en Andalucía, le explicó que estaba buscando piso pero que no encontraba uno en el que se viera a gusto, y alguna otra anécdota más. Pero no se atrevió a preguntarle por Niall. Intuía que ella podía saber algo. Pero no se atrevió. 


     Quince minutos después de hablar con Paco, Patricia cerraba el álbum para dirigirse a la plaza del Altozano. Allí, descansando la espalda en el pedestal de mármol que llevaba más de veinte años sosteniendo a la flamenca de bronce, la esperaba él. En sus manos tenía un periódico enrollado y arrugado que giraba con los puños cerrados, como si fuera una prenda a escurrir. Cuando vio a Patricia cesó el movimiento y esbozó una sonrisa tan reluciente como sus rizos. 
― ¡Hola! 
― ¡Hola, Paco! ¿Vas de boda? 
     Aparte de un perfume que se olía a distancia, Paco vestía un pantalón chino beige, mocasines azul marino con suela de esparto a juego con el cinturón, y una camisa celeste. 
― No, mujer, voy... ―se echó un vistazo― como siempre. 
― ¡Y yo con estas pintas! ―unas mallas negras, una camiseta rosácea de manga francesa y zapatillas deportivas o botines, como los llamaba ella. 
― Tú también estás como siempre, guapísima ―Paco no se lo dijo, pero lo pensó al repasar su figura con los ojos―. ¡Bah! Tonterías, vas bien así. 
      Caminaron a través de San Jacinto, que ya se llenaba de gente paseando, entrando y saliendo de los comercios o sentados a los lados del paseo peatonal, en los bancos de ladrillo y madera cuyo respaldo no era otro que azulejos enmarcados, representando la tradición cerámica del barrio de Triana. Muy bonitos recién instalados, deteriorados al poco tiempo. Llegaron a Pagés del Corro hablando de las nubes que cubrían el cielo ese día, de lo rápido que pasa la semana cuando no quieres y lo lenta que transcurre cuando deseas lo contrario, de las obras del paseo junto al río y del ambiente tan cálido todavía a esas alturas de mes. El tiempo, el clima y otras banalidades eran temas recurrentes en sus conversaciones cuando se encontraban en la librería, lejos ya de aquellas tertulias en las Setas de la Plaza de la Encarnación, donde se conocieron, coincidiendo con el inicio del movimiento del 15m. 
     Entraron en una taberna que hacía esquina. Las mesas ocupadas. La barra repleta de vasos, botellas y tapas. Los camareros acelerados. Dentro del bullicio, las risas y las charlas estaban aseguradas. Patricia y Paco se colocaron en uno de los pocos rincones libres que quedaban en la barra. Una caña para él, un refresco para ella, solomillo al whisky y croquetas de carabineros como tapas. Servidos y con los primeros bocados en las tapas, ambos querían iniciar una conversación, pero ya habían agotado la mayor parte del repertorio. Paco, especialmente, se sentía cohibido en aquella situación y las gotas de sudor empezaban a poblarle la frente como en pleno agosto. 
― ¿Tienes calor? ―le preguntó Patricia, al ver cómo restregaba una servilleta por su frente, mostrando cierta incomodidad. 
― Un poco, pero se me pasa enseguida, seguro. 
― ¿De verdad? Si quieres, nos tomamos esto rápido y vamos fuera. 
― No, no, en serio. ¡No hay calor que no se arregle con cerveza! ―ni vergüenza, pensó mientras tomaba un buen trago―. Por cierto, ¿qué llevas ahí? 
― ¿Esto? ―señaló con la barbilla el álbum que aún tenía bajo el brazo, Paco asintió―. Pues quizá tú lo sepas mejor que yo, porque estaba en el desván de la editorial. 
― ¿Sí? No me extrañaría, debe haber hasta leones ―sonrió dando otro sorbo a la cerveza, ese con el que esperaba desinhibirse por completo―. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Bueno, qué tonto soy, te lo habrá dado Nerea, ¿no? 
― Sí, estuvo revisando unos archivos de unas cajas en el desván y cuando lo vio, le preguntó a Alicia si podía cogerlo. 
― ¡Ya ves, para Alicia una alegría! Ella está deseando que arreglemos aquello, que coloquemos estanterías nuevas y que subamos trastos que tenemos abajo; pero claro, para eso hace falta limpiarlo antes y ver qué se puede salvar de esas reliquias. Me da una pereza... ―negaba con la cabeza, feliz al apreciar que sus palabras habían relajado el gesto de Patricia, consiguiendo que sus labios insinuaran una sonrisa. 
― Entonces, ¿no sabes a quién pudo pertenecer? Es que, verás ―sacó el álbum de debajo del brazo y lo abrió frente a Paco―, me da la impresión de que es el álbum de un señor de buena familia, que tenían dinero ―dijo esto mientras frotaba la yema del dedo índice de su mano derecha contra el pulgar de la misma mano―, fíjate en la ropa ―él obedeció y aprobó con la cabeza en cada imagen que Patricia le indicaba. 
― No tengo ni idea de qué familia será, ni sé quién es ese hombre. Cuando compré la casa ya estaba ese álbum en el desván, con el resto de cacharros y de polvo. A mí me vendió la casa un suizo que la tuvo muy poco tiempo en propiedad, pero esas fotografías son de Sevilla, igual que los recortes de periódico. 
― ¡Qué lástima! ―los labios de Patricia asumieron una mueca arrugada hacia abajo, Paco lo vio y sintió que el corazón se asomaba a su camisa―. Pensé que a lo mejor tú sabrías algo. Todavía no lo he revisado entero, pero ya empezaba a picarme la curiosidad. He estado leyendo esta carta ―se la mostró― y, un tal Manuel Rodríguez se la escribe a Carmen, sabiendo que ella no llegará a leerla. Estaba enamorado. Mira, es del veinte de julio de mil novecientos treinta y seis. Poco después de que se hicieran esta fotografía, digo yo que son estos dos que aparecen aquí abrazados y con una sonrisa de oreja a oreja. 
― Sí, porque la foto dice ahí que es del diecisiete de julio. Ellos sonriendo y la guerra civil a punto de comenzar aquí. ¿Quiénes serían? Déjame echar un ojo. 
    Paco cogió el álbum mientras Patricia terminaba sus croquetas. Lo examinó página por página hasta llegar al final. Cuando terminó, lo cerró usando las dos manos y lo puso sobre la barra. 
― ¡Se me ha ocurrido una cosa! ―sus pupilas dilatadas se clavaron en Patricia― ¿Te apetecería escribir una novela sobre la historia de este hombre? 
― ¿Yo? ―se señaló con el dedo a sí misma―. ¿Cómo, si no sé nada de él? 
― Aquí tienes material de sobra para empezar. Además, lo que no sepas, te lo inventas. Si no recuerdo mal, un día me dijiste que te gustaba inventar historias. Y escribes muy bien. Todavía recuerdo los artículos que hacías en la época del 15 m. ¡Venga!

* En euskera. En castellano: hola mamá. 
** En euskera, En castellano: hola corazón. 
*** En euskera. En castellano: yo, bien. 

[Continuará]