lunes, 3 de octubre de 2016

Mañana será siempre VII


  El despertador de Nerea no sonó aquella mañana. Lo había desconectado, intencionadamente, la noche anterior. Quería dormir hasta que su cuerpo dijera: «basta, levántate». Dormir y no pensar en nada. Dio varias vueltas en la cama antes de abrir los ojos, retrasando el momento de volver a la realidad. Le gustaba dormir con las persianas abiertas. Nunca se desenvolvió bien en la oscuridad. Necesitaba ver luz nada más despertar, y la que se colaba esa mañana por la ventana le anunciaba un día grisáceo. 
     Cuando salió de la cama y miró el reloj, este marcaba las once y cincuenta y cinco. Se sorprendió de haber dormido tanto. Se acostaron tarde, pero habían pasado casi nueve horas, y eso no era normal en ella. «Me haría falta», pensó. Se fue directa a la ducha. El cuerpo acusaba las cervezas del día anterior. Lo peor eran las náuseas que subían desde el estómago hasta la boca, una desagradable sensación de querer vomitar y no poder. Igual que la noche anterior, cuando quiso defender a su amiga y dudó por miedo. Al recordar la escena, acudió a sus labios una sonrisa burlona. Al final, su titubeo en la taberna se convirtió en un propicio desastre; pero, a pesar del resultado, sabía que tardaría en sacudirse esa sensación de impotencia y temor. Abrió el grifo y dejó que el agua se calentara mientras se desvestía. El sonido rebotaba en las paredes del cuarto de baño que empezaba a llenarse de vaho. Aunque ella no oía el son de las gotas golpeando el suelo y la mampara, en su cabeza solo resonaban los ecos de la noche, Lara, Niall, Rafa, Patricia. Se metió en la ducha, colocó el cuerpo bajo el chorro y buscó esa posición exacta que, poco a poco, convirtió el murmullo que le taladraba la conciencia en un profundo silencio. Así estuvo un rato, dejando que las gotas siguieran su camino y se llevaran con ellas los miedos, el rencor y la culpa. «He cogido el álbum, me voy a dar un paseo. Llámame cuando amanezcas. Besos», leyó en una nota que Patricia le había dejado en la cocina cuando fue a comprobar si su estómago aceptaría algo de comida. En casa solo estaban ella y Bicho, que se había convertido en su pequeño y jadeante guardaespaldas desde el mismo momento en que salió de la habitación. Cogió una manzana del frutero y se acercó hasta la ventana mientras la mordía. El perro, una vez constató que Nerea se había quedado quieta frente al cristal, se tumbó debajo de la mesa y cerró los ojos. Era la una y media de la tarde, la luz, aunque gris, brillaba a través de las nubes con intensidad. «Aquí, hasta los días tristes lucen más». Ese pensamiento le llevó a recordar su tierra, sus amigos, Niall, su madre... todo lo que había dejado allí arriba, como solía decir Patricia. Sonrió. Sevilla es una ciudad que desprende calor, que acoge al de fuera y le abraza para que se sienta como en casa. Así lo sentía ella, una norteña reservada, demasiado seria para esta gente del sur. Sin embargo, algo le decía que estaba en su hogar. Echaba de menos su gente, pero se sentía a gusto. Una contradicción que le producía cierta desazón, pero que pronto entendería. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón, abrió los contactos favoritos y pulsó sobre la foto de su madre. Kiaxo ama*, dijo en respuesta al kaixo biotza** de Aitziber al otro lado. Al contrario que con su padre, las conversaciones telefónicas con su ama solían ser extensas. A Aitziber le gustaba hablar, era capaz de contar la vida de los demás como si de una telenovela se tratara, pero cuando le preguntabas por la suya, la resumía en dos palabras: ni, ondo***, y no le sacabas mucho más. Hablaron sin preocuparse por el tiempo que transcurría. Su madre la puso al corriente de todos los cotilleos del pueblo. Nerea le contó cómo era su trabajo en la editorial, habló de lo preciosa que era Sevilla, alabó las bondades del tiempo en Andalucía, le explicó que estaba buscando piso pero que no encontraba uno en el que se viera a gusto, y alguna otra anécdota más. Pero no se atrevió a preguntarle por Niall. Intuía que ella podía saber algo. Pero no se atrevió. 


     Quince minutos después de hablar con Paco, Patricia cerraba el álbum para dirigirse a la plaza del Altozano. Allí, descansando la espalda en el pedestal de mármol que llevaba más de veinte años sosteniendo a la flamenca de bronce, la esperaba él. En sus manos tenía un periódico enrollado y arrugado que giraba con los puños cerrados, como si fuera una prenda a escurrir. Cuando vio a Patricia cesó el movimiento y esbozó una sonrisa tan reluciente como sus rizos. 
― ¡Hola! 
― ¡Hola, Paco! ¿Vas de boda? 
     Aparte de un perfume que se olía a distancia, Paco vestía un pantalón chino beige, mocasines azul marino con suela de esparto a juego con el cinturón, y una camisa celeste. 
― No, mujer, voy... ―se echó un vistazo― como siempre. 
― ¡Y yo con estas pintas! ―unas mallas negras, una camiseta rosácea de manga francesa y zapatillas deportivas o botines, como los llamaba ella. 
― Tú también estás como siempre, guapísima ―Paco no se lo dijo, pero lo pensó al repasar su figura con los ojos―. ¡Bah! Tonterías, vas bien así. 
      Caminaron a través de San Jacinto, que ya se llenaba de gente paseando, entrando y saliendo de los comercios o sentados a los lados del paseo peatonal, en los bancos de ladrillo y madera cuyo respaldo no era otro que azulejos enmarcados, representando la tradición cerámica del barrio de Triana. Muy bonitos recién instalados, deteriorados al poco tiempo. Llegaron a Pagés del Corro hablando de las nubes que cubrían el cielo ese día, de lo rápido que pasa la semana cuando no quieres y lo lenta que transcurre cuando deseas lo contrario, de las obras del paseo junto al río y del ambiente tan cálido todavía a esas alturas de mes. El tiempo, el clima y otras banalidades eran temas recurrentes en sus conversaciones cuando se encontraban en la librería, lejos ya de aquellas tertulias en las Setas de la Plaza de la Encarnación, donde se conocieron, coincidiendo con el inicio del movimiento del 15m. 
     Entraron en una taberna que hacía esquina. Las mesas ocupadas. La barra repleta de vasos, botellas y tapas. Los camareros acelerados. Dentro del bullicio, las risas y las charlas estaban aseguradas. Patricia y Paco se colocaron en uno de los pocos rincones libres que quedaban en la barra. Una caña para él, un refresco para ella, solomillo al whisky y croquetas de carabineros como tapas. Servidos y con los primeros bocados en las tapas, ambos querían iniciar una conversación, pero ya habían agotado la mayor parte del repertorio. Paco, especialmente, se sentía cohibido en aquella situación y las gotas de sudor empezaban a poblarle la frente como en pleno agosto. 
― ¿Tienes calor? ―le preguntó Patricia, al ver cómo restregaba una servilleta por su frente, mostrando cierta incomodidad. 
― Un poco, pero se me pasa enseguida, seguro. 
― ¿De verdad? Si quieres, nos tomamos esto rápido y vamos fuera. 
― No, no, en serio. ¡No hay calor que no se arregle con cerveza! ―ni vergüenza, pensó mientras tomaba un buen trago―. Por cierto, ¿qué llevas ahí? 
― ¿Esto? ―señaló con la barbilla el álbum que aún tenía bajo el brazo, Paco asintió―. Pues quizá tú lo sepas mejor que yo, porque estaba en el desván de la editorial. 
― ¿Sí? No me extrañaría, debe haber hasta leones ―sonrió dando otro sorbo a la cerveza, ese con el que esperaba desinhibirse por completo―. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Bueno, qué tonto soy, te lo habrá dado Nerea, ¿no? 
― Sí, estuvo revisando unos archivos de unas cajas en el desván y cuando lo vio, le preguntó a Alicia si podía cogerlo. 
― ¡Ya ves, para Alicia una alegría! Ella está deseando que arreglemos aquello, que coloquemos estanterías nuevas y que subamos trastos que tenemos abajo; pero claro, para eso hace falta limpiarlo antes y ver qué se puede salvar de esas reliquias. Me da una pereza... ―negaba con la cabeza, feliz al apreciar que sus palabras habían relajado el gesto de Patricia, consiguiendo que sus labios insinuaran una sonrisa. 
― Entonces, ¿no sabes a quién pudo pertenecer? Es que, verás ―sacó el álbum de debajo del brazo y lo abrió frente a Paco―, me da la impresión de que es el álbum de un señor de buena familia, que tenían dinero ―dijo esto mientras frotaba la yema del dedo índice de su mano derecha contra el pulgar de la misma mano―, fíjate en la ropa ―él obedeció y aprobó con la cabeza en cada imagen que Patricia le indicaba. 
― No tengo ni idea de qué familia será, ni sé quién es ese hombre. Cuando compré la casa ya estaba ese álbum en el desván, con el resto de cacharros y de polvo. A mí me vendió la casa un suizo que la tuvo muy poco tiempo en propiedad, pero esas fotografías son de Sevilla, igual que los recortes de periódico. 
― ¡Qué lástima! ―los labios de Patricia asumieron una mueca arrugada hacia abajo, Paco lo vio y sintió que el corazón se asomaba a su camisa―. Pensé que a lo mejor tú sabrías algo. Todavía no lo he revisado entero, pero ya empezaba a picarme la curiosidad. He estado leyendo esta carta ―se la mostró― y, un tal Manuel Rodríguez se la escribe a Carmen, sabiendo que ella no llegará a leerla. Estaba enamorado. Mira, es del veinte de julio de mil novecientos treinta y seis. Poco después de que se hicieran esta fotografía, digo yo que son estos dos que aparecen aquí abrazados y con una sonrisa de oreja a oreja. 
― Sí, porque la foto dice ahí que es del diecisiete de julio. Ellos sonriendo y la guerra civil a punto de comenzar aquí. ¿Quiénes serían? Déjame echar un ojo. 
    Paco cogió el álbum mientras Patricia terminaba sus croquetas. Lo examinó página por página hasta llegar al final. Cuando terminó, lo cerró usando las dos manos y lo puso sobre la barra. 
― ¡Se me ha ocurrido una cosa! ―sus pupilas dilatadas se clavaron en Patricia― ¿Te apetecería escribir una novela sobre la historia de este hombre? 
― ¿Yo? ―se señaló con el dedo a sí misma―. ¿Cómo, si no sé nada de él? 
― Aquí tienes material de sobra para empezar. Además, lo que no sepas, te lo inventas. Si no recuerdo mal, un día me dijiste que te gustaba inventar historias. Y escribes muy bien. Todavía recuerdo los artículos que hacías en la época del 15 m. ¡Venga!

* En euskera. En castellano: hola mamá. 
** En euskera, En castellano: hola corazón. 
*** En euskera. En castellano: yo, bien. 

[Continuará]

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