miércoles, 28 de septiembre de 2016

Mañana será siempre VI


     Por un momento, permanecieron calladas, absortas en las formas, en la etiqueta, en el cuello y la boca de sus botellines de Cruzcampo. Un interés falso que escondía pensamientos dispares. Nerea se asomaba al baúl de sus sentimientos, del recuerdo de Lara que la ahogaba, porque ni la distancia ni el tiempo habían desembocado en el olvido. En frente de ella, Patricia se arrepentía del ímpetu sincero de sus palabras. La noche se había adueñado de la Alameda y de las pocas mesas que quedaban con vida en la terraza.
— ¿Sabes ya cuándo va a venir tu padre? ―ante la desatención de su amiga, Patricia estimó conveniente realizar una aclaración a su pregunta―. Lo digo porque me habías comentado que quería venir a Sevilla ―creyó que así cambiaría de tema y suavizaría el ambiente. Lo que no sabía era que ese asunto tensaba más a Nerea―.
— No, no sabe cuándo podrá venir ―en su rostro apagado podía advertirse preocupación―. Hablé con él esta tarde, me dijo que tenía que solucionar unos asuntos personales y del pub, ya sabes, papeleos y no sé qué hostias más, pero su intención es venir antes de diciembre, porque se va a pasar las navidades a Irlanda ―sin darse cuenta, había elevado la voz―.
 — ¿A Irlanda? ¿Cerrará el pub en esas fechas? Pero... si es uno de los momentos en los que más debe ganar, ¿no? ―la batería de preguntas improvisadas no distaba de la que Nerea le había planteado a Niall en su corta conversación telefónica―.
— Lo ha vendido ―el azul de los ojos de Nerea se hizo intenso cuando soltó a bocajarro aquella noticia. Las manos blanquecinas no soltaban el sexto botellín de Cruzcampo. Aunque hablaba con determinación, para ella había sido una sorpresa, sin embargo, no se lo expresó así a la sevillana, que la miraba asombrada y perdida.
— Acabo de meter la pata hasta el fondo ―pensó Patricia sin saber, esta vez, cómo salir del apuro―.
— ¡Bueno, bueno, mira quién está aquí! Si es mi ex novia ―ninguna de las dos había advertido la llegada de Rafa, que tras exclamar en un tono jocoso y demasiado alto, se sentó en la silla que quedaba libre al lado de Patricia y le dio medio beso en la mejilla. El otro medio beso quedó en el aire al retirarse ella con desagrado―. ¿Y está, qué hace aquí? ―refiriéndose a Nerea, a la que ya había reconocido a lo lejos porque había visto muchas fotografías de ella en el ordenador de la que había sido su novia. Aquellos rizos cobrizos no pasaban desapercibidos.
― Esa misma pregunta me hago yo sobre ti —replicó Patricia.
— Mujer, lo mío es lógico. Soy sevillano, vivo en Sevilla y frecuento esta zona porque disfruto con el ambiente de la Alameda. ¿Se te ha olvidado? ―había colocado su cara a pocos centímetros de la de Patricia. El aliento le apestaba a alcohol, seguramente, a whisky―.
— No te acerques tanto, has bebido demasiado.
— No, no, no, no ―negaba con el dedo índice de su mano derecha al mismo tiempo que lo decía―. He bebido lo correcto, lo que co-rres-pon-de ―marcaba las sílabas de la última palabra con el mismo dedo que antes negaba, imitando a un director de orquesta―. En las reuniones de negocios, pasa lo que pasa ―en su discurso, miraba a su ex, sobre todo; pero también, a Nerea, que lo escrutaba con repugnancia―. No me mires así, chiquilla. A ver, dime, ¿qué haces por aquí, Pipi Calzaslargas? ¿Has venido a ver si tienes suerte y se enamora de ti? Eso es lo que querías, ¿no? ¿O solo te metías en nuestra relación para joderme a mí?
— No le hagas caso, vamos, voy a pagar dentro ―Patricia se levantó de su silla y se encorvó luego, para coger el asa de su bolso, enganchada al respaldo. Rafa la agarró entonces por la muñeca―. ¡Suéltame! ―no la soltó, al contrario, la retuvo ejerciendo más fuerza―. Me estás haciendo daño ―los pocos clientes que quedaban en la terraza, observaban con disimulo. Nerea se levantó como si su asiento tuviera un muelle que la propulsara. Al desplazar la silla hacia atrás, chocó con las piernas de una camarera que recogía las mesas contiguas. La camarera intentó esquivar la silla con un movimiento de caderas, pero solo consiguió desestabilizar la bandeja que llevaba en una mano y el contenido se precipitó sobre la mesa en la que habían estado sentadas Nerea y Patricia, la misma en la que todavía seguía Rafa. Por suerte, la bandeja contenía varios platos apilados y un par de vasos, pero fue suficiente para que, al chocar contra la superficie de la mesa, la camisa de Rafa saliera perjudicada con las salpicaduras de los restos de comida y bebida.
— ¡Me cago en tus...! ¡Mira cómo me has puesto!
— ¡Lo siento! ―se disculpó Nerea―. ¡Perdona, no te había visto! ―se disculpó también con la camarera, que corrió hacia el interior de la taberna para coger un cepillo de barrer y un recogedor―. Deja que te ayude a limpiarte, Rafa ―aunque no era premeditado, se alegraba de su descuido y se acercó a la camisa con una servilleta. Restregó las manchas con fuerza, ampliando las manchas―.
— ¡Quita, quita, carajo! ―Rafa se apartó con ímpetu, moviendo su silla hacia atrás y levantándose inmediatamente. Estaba muy rojo, las venas de su cuello parecían a punto de explotar―. Me voy, mejor me voy porque sino...


     Eran las doce y cuarto del mediodía de un sábado gris, tristón, rezagado tras los excesos del viernes. Por el paseo tan solo caminaba un anciano. Arrastraba los pies, llevaba los brazos unidos por las manos, a la espalda, quizá para aguantar el peso de los años. Tenía la mirada puesta al frente, como si la mandíbula impulsara su cuerpo hacia delante. Atravesar aquel paseo debía ser toda una hazaña. Al menos, eso le parecía a Patricia, que lo observaba sentada bajo el arco, en el último escalón del Callejón de la Inquisición. Ese rincón le gustaba, pero hacía mucho tiempo que no iba hasta allí,  porque ya no era la adolescente que disponía de horas de sobra para permitirse el lujo de sentarse a contemplar su puente ―de Triana, y suyo después de todo―, apartada del movimiento del barrio. Sin embargo, aquel sábado había eludido las típicas labores del hogar y otros compromisos, para acomodarse junto a su puente, con el álbum que Nerea había llevado a casa, sobre los muslos. Le dolía un poco el estómago pero lo sobrellevaba bien, como ocurre siempre que somos los responsables de nuestras dolencias. Quejarnos serviría solo para que los demás nos recordaran que la culpa es nuestra. Y a ella, nadie le obligó a beberse aquellas cervezas de la noche anterior.
Repasaba las hojas del álbum, una y otra vez. La primera vez que lo tuvo entre sus manos no lo pensó, pero ahora estaba segura de que era una especie de diario o libro de vida. Las fotografías, escasas, mostraban a un bebé que, posteriormente, sería un niño peripuesto, y no perdería sus rasgos, ya en la cara de un joven apuesto, robusto. Los recortes de prensa se remontaban, sin excepción, a la Guerra Civil. El dibujo de una flor se repetía en distintas hojas, sobre el relieve rugoso. Sin duda, era la flor de azahar. Sevilla está llena de naranjos, pensó Patricia. Más adelante, el mismo dibujo aparecía también en un folio arrugado, al lado de la firma inclinada de un tal Manuel Rodríguez. ¿Quién sería ese hombre? A lo mejor, fue uno de los dueños de la casa donde ahora se ubicaba Trianaversa. Patricia dejaba volar su imaginación concibiendo la vida pudiente de ese señor que ya debía estar muerto, porque en la fotografía en la que aparecía con la que debía ser su novia o su mujer, ya debía tener veintitantos y si era de mil novecientos treinta y seis... En esas elucubraciones andaba cuando el teléfono sonó en su bandolera.
― ¡Hola, Paco! ―saludó a su interlocutor, preguntándose por qué la estaba llamando. Como solían verse a menudo en la librería, debía ser aquella la primera vez que la llamaba por teléfono.
― Buenas tardes, Patricia, ¿qué tal? ―saludó una voz fresca, decidida.
― Bien, ¿y tú?
― Bien, aquí... me acordé de la cerveza que te debo y había pensado que, tal vez, era un buen momento para...
― ¿Tiene que ser cerveza? ―interrumpió ella, suponiendo la invitación y acordándose de la noche anterior.
― ¿Eh? No, no tiene que ser cerveza, puede ser lo que tú quieras ―respondió Paco, con una sonrisa que dejaba entrever lo que le había costado atreverse a realizar esa llamada.
― Entonces, vale.
― ¡Estupendo! ¿Dónde? ¿Tienes alguna preferencia?
― Pues... ―Patricia pensó por un momento―. Estoy al lado de San Jacinto. Si quieres, quedamos en el Altozano y ya decidimos.

[Continurá]

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