miércoles, 28 de septiembre de 2016

Mañana será siempre VI


     Por un momento, permanecieron calladas, absortas en las formas, en la etiqueta, en el cuello y la boca de sus botellines de Cruzcampo. Un interés falso que escondía pensamientos dispares. Nerea se asomaba al baúl de sus sentimientos, del recuerdo de Lara que la ahogaba, porque ni la distancia ni el tiempo habían desembocado en el olvido. En frente de ella, Patricia se arrepentía del ímpetu sincero de sus palabras. La noche se había adueñado de la Alameda y de las pocas mesas que quedaban con vida en la terraza.
— ¿Sabes ya cuándo va a venir tu padre? ―ante la desatención de su amiga, Patricia estimó conveniente realizar una aclaración a su pregunta―. Lo digo porque me habías comentado que quería venir a Sevilla ―creyó que así cambiaría de tema y suavizaría el ambiente. Lo que no sabía era que ese asunto tensaba más a Nerea―.
— No, no sabe cuándo podrá venir ―en su rostro apagado podía advertirse preocupación―. Hablé con él esta tarde, me dijo que tenía que solucionar unos asuntos personales y del pub, ya sabes, papeleos y no sé qué hostias más, pero su intención es venir antes de diciembre, porque se va a pasar las navidades a Irlanda ―sin darse cuenta, había elevado la voz―.
 — ¿A Irlanda? ¿Cerrará el pub en esas fechas? Pero... si es uno de los momentos en los que más debe ganar, ¿no? ―la batería de preguntas improvisadas no distaba de la que Nerea le había planteado a Niall en su corta conversación telefónica―.
— Lo ha vendido ―el azul de los ojos de Nerea se hizo intenso cuando soltó a bocajarro aquella noticia. Las manos blanquecinas no soltaban el sexto botellín de Cruzcampo. Aunque hablaba con determinación, para ella había sido una sorpresa, sin embargo, no se lo expresó así a la sevillana, que la miraba asombrada y perdida.
— Acabo de meter la pata hasta el fondo ―pensó Patricia sin saber, esta vez, cómo salir del apuro―.
— ¡Bueno, bueno, mira quién está aquí! Si es mi ex novia ―ninguna de las dos había advertido la llegada de Rafa, que tras exclamar en un tono jocoso y demasiado alto, se sentó en la silla que quedaba libre al lado de Patricia y le dio medio beso en la mejilla. El otro medio beso quedó en el aire al retirarse ella con desagrado―. ¿Y está, qué hace aquí? ―refiriéndose a Nerea, a la que ya había reconocido a lo lejos porque había visto muchas fotografías de ella en el ordenador de la que había sido su novia. Aquellos rizos cobrizos no pasaban desapercibidos.
― Esa misma pregunta me hago yo sobre ti —replicó Patricia.
— Mujer, lo mío es lógico. Soy sevillano, vivo en Sevilla y frecuento esta zona porque disfruto con el ambiente de la Alameda. ¿Se te ha olvidado? ―había colocado su cara a pocos centímetros de la de Patricia. El aliento le apestaba a alcohol, seguramente, a whisky―.
— No te acerques tanto, has bebido demasiado.
— No, no, no, no ―negaba con el dedo índice de su mano derecha al mismo tiempo que lo decía―. He bebido lo correcto, lo que co-rres-pon-de ―marcaba las sílabas de la última palabra con el mismo dedo que antes negaba, imitando a un director de orquesta―. En las reuniones de negocios, pasa lo que pasa ―en su discurso, miraba a su ex, sobre todo; pero también, a Nerea, que lo escrutaba con repugnancia―. No me mires así, chiquilla. A ver, dime, ¿qué haces por aquí, Pipi Calzaslargas? ¿Has venido a ver si tienes suerte y se enamora de ti? Eso es lo que querías, ¿no? ¿O solo te metías en nuestra relación para joderme a mí?
— No le hagas caso, vamos, voy a pagar dentro ―Patricia se levantó de su silla y se encorvó luego, para coger el asa de su bolso, enganchada al respaldo. Rafa la agarró entonces por la muñeca―. ¡Suéltame! ―no la soltó, al contrario, la retuvo ejerciendo más fuerza―. Me estás haciendo daño ―los pocos clientes que quedaban en la terraza, observaban con disimulo. Nerea se levantó como si su asiento tuviera un muelle que la propulsara. Al desplazar la silla hacia atrás, chocó con las piernas de una camarera que recogía las mesas contiguas. La camarera intentó esquivar la silla con un movimiento de caderas, pero solo consiguió desestabilizar la bandeja que llevaba en una mano y el contenido se precipitó sobre la mesa en la que habían estado sentadas Nerea y Patricia, la misma en la que todavía seguía Rafa. Por suerte, la bandeja contenía varios platos apilados y un par de vasos, pero fue suficiente para que, al chocar contra la superficie de la mesa, la camisa de Rafa saliera perjudicada con las salpicaduras de los restos de comida y bebida.
— ¡Me cago en tus...! ¡Mira cómo me has puesto!
— ¡Lo siento! ―se disculpó Nerea―. ¡Perdona, no te había visto! ―se disculpó también con la camarera, que corrió hacia el interior de la taberna para coger un cepillo de barrer y un recogedor―. Deja que te ayude a limpiarte, Rafa ―aunque no era premeditado, se alegraba de su descuido y se acercó a la camisa con una servilleta. Restregó las manchas con fuerza, ampliando las manchas―.
— ¡Quita, quita, carajo! ―Rafa se apartó con ímpetu, moviendo su silla hacia atrás y levantándose inmediatamente. Estaba muy rojo, las venas de su cuello parecían a punto de explotar―. Me voy, mejor me voy porque sino...


     Eran las doce y cuarto del mediodía de un sábado gris, tristón, rezagado tras los excesos del viernes. Por el paseo tan solo caminaba un anciano. Arrastraba los pies, llevaba los brazos unidos por las manos, a la espalda, quizá para aguantar el peso de los años. Tenía la mirada puesta al frente, como si la mandíbula impulsara su cuerpo hacia delante. Atravesar aquel paseo debía ser toda una hazaña. Al menos, eso le parecía a Patricia, que lo observaba sentada bajo el arco, en el último escalón del Callejón de la Inquisición. Ese rincón le gustaba, pero hacía mucho tiempo que no iba hasta allí,  porque ya no era la adolescente que disponía de horas de sobra para permitirse el lujo de sentarse a contemplar su puente ―de Triana, y suyo después de todo―, apartada del movimiento del barrio. Sin embargo, aquel sábado había eludido las típicas labores del hogar y otros compromisos, para acomodarse junto a su puente, con el álbum que Nerea había llevado a casa, sobre los muslos. Le dolía un poco el estómago pero lo sobrellevaba bien, como ocurre siempre que somos los responsables de nuestras dolencias. Quejarnos serviría solo para que los demás nos recordaran que la culpa es nuestra. Y a ella, nadie le obligó a beberse aquellas cervezas de la noche anterior.
Repasaba las hojas del álbum, una y otra vez. La primera vez que lo tuvo entre sus manos no lo pensó, pero ahora estaba segura de que era una especie de diario o libro de vida. Las fotografías, escasas, mostraban a un bebé que, posteriormente, sería un niño peripuesto, y no perdería sus rasgos, ya en la cara de un joven apuesto, robusto. Los recortes de prensa se remontaban, sin excepción, a la Guerra Civil. El dibujo de una flor se repetía en distintas hojas, sobre el relieve rugoso. Sin duda, era la flor de azahar. Sevilla está llena de naranjos, pensó Patricia. Más adelante, el mismo dibujo aparecía también en un folio arrugado, al lado de la firma inclinada de un tal Manuel Rodríguez. ¿Quién sería ese hombre? A lo mejor, fue uno de los dueños de la casa donde ahora se ubicaba Trianaversa. Patricia dejaba volar su imaginación concibiendo la vida pudiente de ese señor que ya debía estar muerto, porque en la fotografía en la que aparecía con la que debía ser su novia o su mujer, ya debía tener veintitantos y si era de mil novecientos treinta y seis... En esas elucubraciones andaba cuando el teléfono sonó en su bandolera.
― ¡Hola, Paco! ―saludó a su interlocutor, preguntándose por qué la estaba llamando. Como solían verse a menudo en la librería, debía ser aquella la primera vez que la llamaba por teléfono.
― Buenas tardes, Patricia, ¿qué tal? ―saludó una voz fresca, decidida.
― Bien, ¿y tú?
― Bien, aquí... me acordé de la cerveza que te debo y había pensado que, tal vez, era un buen momento para...
― ¿Tiene que ser cerveza? ―interrumpió ella, suponiendo la invitación y acordándose de la noche anterior.
― ¿Eh? No, no tiene que ser cerveza, puede ser lo que tú quieras ―respondió Paco, con una sonrisa que dejaba entrever lo que le había costado atreverse a realizar esa llamada.
― Entonces, vale.
― ¡Estupendo! ¿Dónde? ¿Tienes alguna preferencia?
― Pues... ―Patricia pensó por un momento―. Estoy al lado de San Jacinto. Si quieres, quedamos en el Altozano y ya decidimos.

[Continurá]

lunes, 26 de septiembre de 2016

Mañana será siempre V


                                                       [2016, Nuria Sobrino y Soraya Benítez]

     El estruendo de la alarma la despertó asustada. Un arpegio chirriante que aumentaba la intensidad a toda velocidad. La noche anterior había decidido cambiar el bip, bip, bip, suave de la memoria del despertador por otra opción más imperativa. Le daba miedo quedarse dormida. Se había acostado muy tarde. Patricia se incorporó y apagó la alarma tan rápido como pudo. Luego, se levantó y fue hacia la ventana. Todavía no había amanecido. Oyó algún ruido proveniente, quizá, de la cocina, porque era similar al que hacían platos y cubiertos sobre una mesa. Olor a café y el zumbido del exprimidor se coló en la habitación. Le extrañaba que su hermano se tomara la molestia de preparar el desayuno, debía ser Nerea. Fue a confirmar su intuición. Allí vio a su amiga, ya arreglada, que terminaba de exprimir una naranja y le saludaba con una sonrisa abierta.
― ¡Buenos días! 
― ¡Buenos días! ¿Tú no descansabas hoy de la editorial? ¿Qué haces ya levantada? 
― Que no tenga que ir a Trianaversa no significa que no tenga que trabajar ―sonrió antes de sentarse al lado de Patricia en la mesa―. ¿Cómo has dormido?
― Bien, aunque... ―dejó la frase a medias y su rostro expresó un repentino gesto de preocupación― este niño no hace más que darme disgustos. ¿Se piensa que soy idiota? ―hablaba en susurros para que su hermano no la oyese, en caso de estar despierto―. ¡Que no, hombre! ¡Que lo del labio no fue un golpe que le dieron sin querer!
     Estaba segura porque no era la primera vez que Juan Pe se veía envuelto en una discusión y llegaba a casa con la ceja partida o un ojo morado. Era el precio que pagaba por haber ayudado a Rafa en sus trapicheos cuando trabajaba para él en un bar de la Alameda. Eran amigos, de toda la vida, aunque él se desmarcaba de las gamberradas del grupo de Rafa. Era un chico nervioso y travieso; pero, al mismo tiempo, honrado y estudioso. Obtenía siempre buenas calificaciones en clase. Horacio, su padre, le animó a estudiar delineación y topografía. La idea era que trabajara, posteriormente, con él y con Pilar, la madre de Patricia y Juan Pe, en la pequeña empresa familiar de ingeniería y proyectos de obra civil y pública que habían montado juntos en el año ochenta y nueve. Sin embargo, poco después de acabarar los estudios y empezar a trabajar en la empresa, todo se derrumbó. La crisis, la quiebra, las deudas. Sus padres no fueron capaces de prever aquello, tampoco de contrarrestarlo. Un duro golpe para ellos y para las cinco familias de los cinco empleados que trabajaban allí. Endeudados, apremiados por la frustración y la desesperación, decidieron aceptar la oferta de empleo que les hizo un buen amigo, también perteneciente al sector de la construcción. El único problema era que la empresa estaba en Chile y, si bien Horacio y Pilar se marcharon, consiguieron pagar sus deudas y recobraron parte de la estabilidad que antes poseían, no olvidaban que ese logro había sido a costa de los miles de kilómetros de distancia que les separaban de sus hijos. Desde entonces, Juan Pe no había logrado salir de la espiral de entrevistas laborales, contratos basura y despidos. Estaba angustiado. Sus padres y su hermana contribuían de alguna manera a la economía familiar. Él originaba más gastos que aportaciones. Por eso, cuando Rafa le ofreció trabajar en el bar que regentaba con otro socio, se vio obligado a aceptar el puesto, aunque supiera de antemano que su cometido no sería el de un camarero normal, que alternaría el servicio de copas con el de papelinas de cocaína.
― Mujer, no quiere que te preocupes―dijo Nerea, también susurrando.
― Lo sé.
― Lo que tiene que hacer es alejarse de los negocios de Rafa. 
― Ya... ―Patricia asintió con vehemencia, como si aquella fuera la recomendación que ella le diera a Juan Pe a diario; luego, suspiró―. Desde que no trabaja para él, se supone que no se han visto.
― Ese Rafa es un... ―Nerea ahogó la voz de lo que sería un insulto―. Tú también deberías distanciarte.
― Yo solo hablo con él, alguna vez, a través de Whatsapp. Parece otro. Le ha venido bien que la policía le metiera miedo. Oye, ¿qué es eso? ―hasta entonces, sus ojos no habían advertido un viejo álbum de fotos que descansaba sobre la esquina opuesta de la mesa.
― ¡Ah! Sí, quería enseñártelo ―Nerea estiró la mano y lo cogió, relajando la tensión que le producía hablar sobre Rafa. Todavía resonaban en su cabeza las palabras que él le dedicó un día, desde el teléfono de la que todavía era su novia: «No soy Patricia, soy Rafa, su novio y estoy hasta los huevos de ti, ¿me conoces acaso? ¡Deja de meterte en nuestra vida!». Dicho eso, colgó. Nunca se lo contó a Patricia. Tampoco, obedeció a su novio―. El desván de Trianaversa está lleno de trastos. Le pregunté a Alicia si podía llevármelo y me dijo que le hacía un favor. Lo más probable es que perteneciera al anterior dueño de la casa.
     Parecía un álbum muy antiguo. Sus tapas eran negras, gruesas. El papel rugoso de las hojas en el interior poseía un marrón amarillento que costaba adivinar si era el color original o el resultado del tiempo. Fotos en blanco y negro, recortes de prensa, anotaciones, algún dibujo. Todo colocado en una especie de desorden organizado que olía a historias, a vida. Nerea pasaba las hojas con fascinación, como si la noche anterior, después del episodio con Juan Pe y ya en su habitación, no hubiese explorado durante varias horas el contenido. Patricia, contagiada, miraba con curiosidad cada imagen y cada palabra. Una de las fotografías mostraba a un hombre y a una mujer, abrazados, sonrientes. Al pie de la fotografía, una fecha: diecisiete de julio de mil novecientos treinta y seis. Nerea despierta de su embeleso con el tono de alarma de su teléfono móvil y se pone en pie.
― Me voy, que ya es hora de hacer algo de provecho ―coge su bolso del perchero, acción que podía seguirse desde la mesa de la cocina, aunque Patricia no la mira porque continúa ojeando el álbum―. 
― ¿Te gustaría que saliéramos esta noche? Llevo sin salir desde... ―rebusca en su memoria mirando la lámpara del techo― desde que me vine de Zarauz.
― Como quieras ―respondió Patricia sin prestar el interés que sí estaba dedicando al álbum.


     Aquella tarde, el otoño salió a la calle en manga larga. No hacía frío, pero la brisa invitaba a cubrirse. Las primeras luces se encendían en las farolas de la Alameda de Hércules. Un río de gente invadía la plaza, . La noche y las ganas de olvidar por unas horas la rutina de la semana, se dejaban notar en las caras sonrientes y desinhibidas de los grupos de amigos que llenaban las terrazas. Patricia y Nerea eran dos más en esa muchedumbre anhelante de evasión. Habían salido juntas de casa tras acicalarse: ducha, maquillaje y la ronda pertinente por las perchas de los armarios hasta dar con el atuendo definitivo. La sevillana, tras varias pruebas infructuosas, se decidió por una falda vaquera, lisa y recta, con aberturas laterales. Sus zapatillas Adidas Originals Stan Smith doradas, resaltaban el bronceado de las piernas. En su camiseta blanca con letras negras se podía leer: «I'm my Idol». Nerea, por su parte, había optado por unos pantalones vaqueros ajustados, camiseta blanca, básica, muy sencilla, salvo por el escote pronunciado. En el cuello, un pañuelo oscuro tipo cowboy. Botines negros de tacón medio, y una cazadora de estilo rockero, a juego con los botines. Cuando se encontraron en el salón, Nerea miró embobada a su amiga y lanzó un silbido que acompañó con el comentario: «y el mío, también», en referencia a la frase de la camiseta de Patricia. Esta, le recriminó su actitud como quien riñe sin reñir, ruborizada en cualquier caso. No era la primera vez que Nerea la halagaba, siempre le había parecido una mujer muy atractiva y no perdía oportunidad para hacérselo saber. «Con ese cuerpo y esos labios haces temblar a hombres, mujeres y marcianos», solía reiterar. 
     Se sentaron en una mesa de la terraza de El Corto Maltés ―una de las tabernas más conocidas y ambientadas de la zona―, y dejaron que la cerveza refrescara sus gargantas, sus cuerpos y sus angustias. De manera casi matemática, al tercer botellín, la vida se destensaba, sobre todo, para Nerea, que dejó atrás las contemplaciones propias de su naturaleza vasca.
― ¿Se puede saber qué estás mirando? ―preguntó Patricia, tras un silencio prolongado y una amiga de cuerpo presente pero de mente a saber dónde.
― Yo, nada —contestó Nerea, sin desprender la mirada del paisaje que tenía a dos mesas de distancia: una morena de ojos verdes que charlaba con dos amigas más―. Me recreo en las vistas sevillanas, que son preciosas.
     A Patricia no le encajaba el comentario de su amiga, que estaba mirando en dirección a la calle Mata. Se giró para descubrir de qué vistas hablaba, vio a la morena de ojos verdes, volvió los ojos, nuevamente, a Nerea y, de nuevo, a la chica, para asegurarse de que había acertado. 
― ¿En serio? ―levantó los brazos, agitando las manos, en señal de indignación—. ¡Ya te vale! ¿Es que allí arriba no os enseñan a mirar con disimulo?
― Allí arriba, como tú lo llamas, no hay tanta carne al descubierto. Ten en en cuenta que llueve más de la mitad del año. Además, últimamente estoy... ―su mirada se volvió melancólica, titubeó la voz―. Bueno, da igual, son tonterías. ¿Y tú qué?
― ¿Yo qué de qué?
― ¿No tienes ganas de volver a enamorarte? ¿De conocer a algún chico especial? ―Patricia la miraba con extrañeza―. Sí, mujer, conocer a uno con el que quedar, con el que salir a divertirte... ―Patricia la miraba sin saber a dónde quería llegar, bebiendo un sorbo de la cuarta cerveza― ¡Con el que echar un polvo!
― Yo no tengo tiempo para esas cosas ―respondió entre carcajadas―. Bastante tengo con el trabajo, la casa, Juan Pe, Bicho...
― Pues deberías hacer hueco para darle una alegría a ese cuerpo.
     Patricia alzó la mano y enseñó la palma a su amiga, a la vez que negaba con la cabeza.
―No me apetece. Hace tiempo que no me apetece. No tengo ganas de nada ―balbuceaba―. Todos los días son iguales: librería, casa, librería, casa... más los disgustos que quiera darme Juan Pe ―ahogó la frase con el primer trago de la quinta cerveza, gesto que Nerea imitó―. Estoy cansada de llevar la carga de mi casa, de disimular cuando hablo con mis padres, de ver que pasan los años y mi vida no evoluciona. Me dan ganas de meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y quedarme ahí, no lo sabes tú bien, porque es que... es que... ―Nerea golpeó la mesa con la palma de la mano, acto que sobresaltó a su amiga― ¡Quilla, qué haces, vaya susto me has dado!
― Es que me estaba hartando de escuchar gilipolleces ―bebió lo que quedaba de la quinta cerveza, instó a que Patricia hiciera lo mismo―. Insisto: tú lo que necesitas es un polvo.
― Y que me toque el bote de los Euromillones ―añadió―. Perdona ―dirigiéndose a la camarera―, ¿nos pones otra? ―la camarera no tardó en salir con dos botellines más, la sexta ronda.
― Gracias, guapa ―dijo Nerea a la camarera.
― Tú lo arreglas todo follando ―replicó Patricia―. Sí, sí, tú. ¿Para qué? Para pasar el rato ―Nerea le indicaba con la mano que bajara la voz―. ¡No me callo! ¡Ahora no me callo! No te rías que estoy hablando muuuuy seria. ¿De qué te sirve acostarte con esta y con aquella, y con la otra...? Todo el tiempo buscando a alguien que sustituya a Lara ―Nerea dejó de reir―. Lo siento. No...no quise decir eso.
― No pasa nada, tranquila. No has dicho nada que no sea verdad.
     Lo que acababa de decir su amiga era cierto, desde que Lara se fue, sus relaciones habían sido la búsqueda de algo o alguien que le devolviera lo que sentía cuando estaba con ella, exigiendo a los demás sin ofrecer nada a cambio, más allá del placer del momento. En el fondo, tenía miedo a sufrir, a perder de nuevo.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Mañana será siempre IV


   
     Patricia aceptó el cambio y se sentó en la butaca que quedaba libre. En las últimas semanas, habían disfrutado de la cercanía que supone vivir en la misma ciudad, en la misma casa y, sin embargo, hablaban menos que cuando mediaban entre ellas cientos de kilómetros; reemplazando aquellas conversaciones largas ―a veces, prolongadas hasta la madrugada― y profundas, por momentos de rutina diaria compartida. Tal vez, la razón principal de aquella realidad era que estaban habituadas a manifestar sus emociones por medio de unas teclas y una pantalla, principalmente. Así se habían conocido. Nerea era aficionada a reflejar toda clase de inquietudes en sus cuadernos ―una letra casi ilegible, muchas rimas, algún dibujo― y le gustaba consultar los foros de poesía que encontraba en internet. En uno de ellos, empezó poco después a publicar sus escritos. Patricia llegó al mismo foro por casualidad, como suele ocurrir en la navegación por la red. Leía las entradas nuevas, enviaba con frecuencia algún poema, y realizaba comentarios en los poemas de otros, en especial, en los de Nerea, que todavía no había superado la ausencia de Lara y era capaz de desmenuzar sentimientos de una manera que maravillaba a Patricia. De ese intercambio de comentarios públicos pasaron a intercambiar mensajes privados o correos electrónicos, y de ahí a la mensajería instantánea de Windows, a los SMS, a Skype y a Whatsapp. La tersura sureña de una se entremezclaba con la lozanía norteña de la otra. La añoranza de Lara con la decepción provocada por Rafa. Se complementaban, aunque Nerea tardó en acomodarse a la actitud abierta y afectuosa de esta nueva amiga. Ella era mucho más reservada. De hecho, esa extroversión sevillana había llegado a confundirla en un primer momento, desembocando en lo que se había negado a llamar enamoramiento, entre otros motivos, porque todo quedó en un malentendido que se resolvió en uno de los encuentros relámpago que las había unido en Sevilla dos años antes. Nerea denominó entonces a lo que había sentido como «una equivocación» y Patricia no le dio mayor importancia.
― ¿Cómo te ha ido con los pisos? 
― Mal, no me han gustado los tres que he visto ―frunció los labios en una mueca de desprecio antes de besar la boca de su Coronita―. Por eso, terminé antes de lo previsto y volví a Trianaversa para recoger unos diseños. Allí seguía Alicia revisando  documentación y me quedé un rato con ella, hasta que me dijo que ya estaba bien de trabajar y me propuso tomar unas tapas en un bar que se llamaba...―se quedó pensando con los ojos cerrados durante unos segundos― ¡Las golondrinas!
― ¡Ah! Claro, un clásico en el barrio ―asintió Patricia sonriendo.
― De todos modos, continuaré mirando pisos, aunque sea por otra zona, porque no quiero que... ¡quita ese entrecejo, mujer! ―exclamó, interrumpiendo lo que estaba diciendo para reprobar el gesto de su amiga―. Ya sé que no te importa que me quede más tiempo aquí; pero me he venido desde País Vasco para ser más independiente, ¿no?
     Las cejas de Patricia continuaban arrugadas, aunque entendía a Nerea y, solo por eso, inclinó la barbilla hacia abajo, como si de esa forma estuviera dándole la razón. Ambas permanecieron calladas. Solo se oían las patas de Bicho corriendo en el salón, detrás de su pelota. Poco después, Patricia dejó su Coronita sobre la mesa y se levantó de la butaca.
― Ahora vuelvo.
     La terraza se iluminó cuando encendió la luz del salón. Nerea la escuchó hablar con Bicho y jugar con él. Sabía que su amiga se angustiaba con la soledad. La ausencia de sus padres había provocado en ella un vacío que intentaba rellenar a toda costa. Eso explicaba por qué se volcaba tanto sobre Juan Pe, por qué ejercía una protección desmedida sobre él ―aunque fuera ella la hermana pequeña―. Esta conducta se podía intuir a través de las conversaciones virtuales, los miedos, la sensación de desamparo; pero había dejado de ser una percepción para Nerea, lo había constatado en el poco tiempo que llevaba conviviendo con ella. Se preguntaba si ese habría sido también el motivo por el cual la había propuesto para el trabajo en la editorial. A lo mejor era una forma sutil de pedirle ayuda, porque de otro modo no iba a hacerlo. Podía condensar en su metro setenta de cuerpo, toda la extroversión sevillana, pero ese rasgo no menoscababa la facilidad que tenía para cargarse de responsabilidades cual heroína que puede con todo, sin requerir auxilio alguno, por muy agobiada que se encontrase. De todos modos, Nerea no estaba dispuesta a postergar su independencia. Llevaba haciéndolo toda la vida para no alejarse de Lara, para no abandonar a su madre, para complacer a su padre... Siempre había hallado una excusa y ahora quería desoírlas todas, seguir su instinto. «¿Quién es el rey de esta casa, eh, quién? Claro, claro, sí, tú, mi Bichillo». Patricia había desplazado su conversación con el perro hasta la cocina.  Nerea se levantó de la butaca para ir con ellos, pero desde el salón regresó a la terraza cuando cayó en la cuenta de que había olvidado su teléfono móvil. Al recogerlo de la mesa, se acordó de Niall. No había hablado con él ―a excepción de varios whatsapps― desde aquella conversación a orillas del Guadalquivir, recién llegada a Sevilla. No había podido desprenderse de la sensación extraña que la embargó ese día. Mañana por la tarde le llamo, se dijo a sí misma.
     Estaban en la cocina los tres: Patricia, Nerea y Bicho, que golpeaba con su patita la zapatilla de Nerea para que le lanzara la pelota. De pronto, la puerta principal de la vivienda se abrió para cerrarse a continuación de un portazo. Los pasos escandalosos revelaban la llegada de Juan Pe.
― Pero... ¿qué te ha pasado, miarma? ―preguntó alarmada su hermana al ver que traía la cara avinagrada y una herida abierta en el labio. Juan Pe la miraba desde el quicio de la puerta. Era espigado, casi rozaba el marco superior con la cabeza.
― Nada ―respondió, seco, cortante, queriendo esquivar la preocupación de su hermana que se abalanzó sobre él para examinarle el labio.
― Nada, nada... ―imitó Patricia― ¿cómo que nada? Deja que te mire. ¡Estate quieto, chiquillo! Anda, ven al salón que te cure eso.
     Bicho los miraba sentado sobre sus patas traseras junto a Nerea, que también los contemplaba con el rostro preocupado. Juan Pe siguió a su hermana y obedeció cuando ella le mandó sentarse en el sofá. Patricia cogió un pañuelo de papel del paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón y se lo dio para que presionara la herida mientras ella sacaba de  un cajón el botiquín.
― Vamos a ver... levanta el pañuelo ―se sentó a su lado, continuaba saliendo sangre―. No se debe oprimir demasiado para que no se quede amontonada la sangre, sino se podría formar un coágulo ―dicho esto, extrajo del botiquín un algodón y lo impregnó en agua oxigenada―. Voy a limpiártelo un poco, porque parece que, aunque siga saliendo sangre, ya se está empezando a formar postilla. Esto ya está, mañana pasamos por el centro de salud a que te lo miren y listo ―dijo, y alargó el brazo hasta la mesa para soltar encima el algodón―. Y, ahora, me cuentas qué ha ocurrido, de aquí no nos movemos hasta que me digas qué coño ha pasado esta vez ―se cruzó de brazos y frunció el entrecejo.
     Juan Pe no levantaba la mirada de sus rodillas, como si sus ojos se hubieran clavado en un lugar determinado de la rótula y no fuera capaz de sacarlos de ahí. Quería dar una explicación lógica a lo que le había sucedido, pero sabía que no la tenía, por eso no dijo nada. Nerea sentía que sobraba en aquella escena pero algo le impulsaba a quedarse. Ahora mismo, aquella familia era la suya y, aunque no sabía cómo intervenir, permaneció delante de los dos, muda también como su amiga, que esperaba impaciente, rezando para que Rafa no tuviera nada que ver con aquello.

[Continuará]

Mañana será siempre III


     El piso olía a pan tostado y a café recién hecho. Juan Pe esperaba ya sentado a la mesa en la cocina, mientras Patricia, su hermana, le daba la espalda, colocando en una bandeja de plástico tres tazas de café con leche, tres vasos de zumo de naranja exprimida y un plato llano, enorme, repleto de rebanadas de pan. ¡Nerea, el desayuno!, gritó llamando a su amiga, que abría y cerraba un cajón, una puerta, destapaba un bote, lo cerraba, corría las perchas en la barra del armario, sacaba una de ellas, volvía a colocarla en la barra y, por fin, salía de la habitación en la que dormía, con varios cuadernos bajo el brazo, el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla, y una expresión satisfecha en sus labios. Los dos hermanos la miraron extrañados y ella sonrió sin menguar el entusiasmo. Cogió el vaso de zumo, lo bebió de golpe. Después, pinzó con sus dedos una rebanada y volcó el aceite de oliva sobre ella, dibujando ondas finas y doradas.
― ¿Dónde vas con esa velocidad? ―le preguntó Patricia, todavía de pie, en pijama, con el pelo revuelto y los ojos legañosos.
― ¡Uf! Dejadme los platos, luego lo friego yo todo, ¿vale? Voy a revisar con Antonio unos textos para las próximas publicaciones, antes de pasarlos a maquetación. Tengo prisa. Está quedando genial. Ya os contaré con más detalle, ahora me voy corriendo ―terminó diciendo entre sorbos dados a su taza de café.
     Patricia no la entretuvo, solo le lanzó una manzana que Nerea rescató al vuelo. Juan Pe se despidió de ella alzando el pulgar en señal de aprobación. Después, continuaron desayunando con parsimonia, porque él no entraba a trabajar hasta las doce y ella tenía turno de tarde en la librería. A los pocos minutos, un whatsapp llegó al teléfono móvil de Patricia: «¡No me esperes para cenar! Esta tarde he quedado para ver varios pisos. A ver si alguno de ellos se convierte, por fin, en mi nueva casa». «Nadie te está apremiando para que te vayas, tonta, si no son esos serán otros», le respondió Patricia comentándolo con Juan Pe. A ella no le molestaba que Nerea viviera con ellos. Desde que sus padres se marcharon a Chile, aquel piso estaba desangelado, vacío, silencioso. Tanto Patricia como su hermano buscaban cualquier excusa para no subir si no estaban seguros de que el otro regresaba pronto o ya estaba en casa. La llegada de Nerea, su cepillo de dientes acompañando a los dos restantes, otro comensal más en las comidas que coincidían, su ropa en el tendedero. Aquella nueva inquilina llevaba poco más de tres semanas en la vivienda y ya se consideraba parte de sus elementos. No hace falta que se vaya, pensaba Patricia, recordando el whatsapp de Nerea mientras hacía la compra para rellenar el frigorífico desierto.
     Dos horas más tarde, salía con su bicicleta hacia el trabajo. Siempre hacía el mismo recorrido: tomaba Pagés del Corro, pasaba la plaza de la Virgen Milagrosa, seguía por Génova, Puente de San Telmo, Avenida Paseo de Cristina, Puerta de Jerez, Avenida Constitución, Sierpes, San Acasio y, por fin, calle Velázquez. Un trayecto dinamizado por los viandantes, ya fueran turistas que aprovechan el otoño suave para conocer la ciudad, o vecinos que retoman la rutina laboral y académica tras el verano.
      La librería en la que trabajaba era un reguero de personas que transitaban los pasillos, incluso a las tres de la tarde, cuando Patricia cruzó el umbral de la planta baja. El compañero al que ella daba relevo ya estaba preparado para marcharse y se apresuró en hacerlo cuando la vio, consiguiendo escapar de una señora que le seguía.
― Señorita, disculpe, ¿los libros de bolsillo? ―preguntó la señora a Patricia que se interponía en su camino.
― En la primera planta ―respondió ella señalando con el dedo hacia el ascensor. La señora hizo entonces una mueca de desilusión―. Suba conmigo, que voy hacia allá y si necesita encontrar un libro determinado yo le ayudo.
― Gracias, hija ―relajó la expresión de sus cejas―. Los ascensores y yo no somos muy amigos y en esta librería me pierdo siempre.
     En la esa planta, junto a las novedades, Paco Martos, repeinado y perfumado, repasaba las cubiertas y guiaba la yema de sus dedos por el título de la obra póstuma de Umberto Eco, De la estupidez a la locura. Patricia lo descubrió rápidamente entre la gente. Distinguiría a un kilómetro su camisa planchada a conciencia y el brillo de la gomina en el pelo ensortijado. Él también la reconoció. Quiso saludarla sin ser consciente de que su mano ya estaba ocupada sacando el libro de la estantería y, pese a los malabares para salvarlo del suelo, se le cayó frente a sus pies. Cuando se inclinó para recogerlo, Patricia ya se encontraba a su altura y se había doblado más rápido que él, tomando el libro y leyendo la cubierta.
De la estupidez a la locura, interesante lectura ―sus dedos airearon las páginas del libro como queriendo descubrir en un vistazo sus secretos―. Dos estados del ser humano sin cura descubierta, por ahora. ¿Con cuál te quedarías tú?
― ¿Yo? ―preguntó Paco intentando disimular toda la estupidez que sentía en ese momento. Está claro que, en este preciso instante, con el primero, pensó―. A pesar del espectáculo que me acaba de delatar, prefiero el segundo, aunque no sea mi estado natural.
― No confundamos a los estúpidos con los patosos ―matizó ella soltando una carcajada―. Eso sería otorgarles un privilegio del que no gozan. La estupidez insiste siempre, como dijo Camus. La torpeza solo asoma en momentos puntuales, y tiene cura ―mientras decía esto alargó su mano para devolverle el libro. Al otro lado del pasillo, la señora que un momento antes había solicitado la ayuda de Patricia, volvía a demandar su atención―. Me reclaman. Si te lo llevas, ya sabes que espero una reseña del libro ―dijo esto último casi gritando mientras se alejaba dirigiéndose hacia la mujer.
― ¡Claro! ―exclamó Paco en voz alta y luego bajó la voz―. Sin problema. Aunque yo venía, en realidad, a invitarte a esa cerveza que te debo por recomendarme a Nerea para la editorial; pero soy más patoso y estúpido que loco... ¡joder!
      Paco Martos miraba a Patricia de reojo mientras ella solventaba las dudas de la señora con una paciencia infinita. Sus labios carnosos, sus manos suaves que alguna vez rozó intencionadamente, sus piernas largas bajo el uniforme, su pelo castaño, asilvestrado en el moño. Era preciosa ―pensaba él, observándola con disimulo. La señora se agarró del brazo de Patricia, de vuelta a los ascensores. Paco siguió un rato más deambulando por la primera planta y, poco después, entregó el libro de Umberto Eco al chico del mostrador de caja para que le cobrara.
      Era una tarde agitada, como casi todas en octubre. El otoño invitaba a pasear por las librerías, deleitarse con las últimas publicaciones y decantarse por una de ellas, a veces, para zambullirse en su lectura y, otras, para que adornara algún rincón de la casa. Terminada la jornada, Patricia se detuvo en una panadería cercana a la librería para comprar una barra de pan. Era un ritual siempre que a Juan Pe le correspondía el turno de cierre. Solía llegar a casa hambriento del bar en el que trabajaba y rebuscaba en la despensa trozos de pan sobrante para hacerse un bocadillo. Mejor con pan fresco que con el reseco de la mañana, le decía su hermana con voz fraternal. En esa panadería, en concreto, la última hornada salía justo cuando ella acababa, a las ocho de la tarde.
     Bicho la esperaba al otro lado de la puerta con todo el entusiasmo que sus cortas patas le permitían. Parecía un perro de esos de juguete con cuerda sobre el lomo que se ha puesto en funcionamiento al escuchar las llaves en la cerradura. Era el mejor recibimiento del mundo, sobre todo, comparado con esos otros días en los que Juan Pe se llevaba a Bicho y el piso la esperaba en absoluto silencio. Le acarició el hocico, dejó el pan en la cocina, entró a su habitación, se cambió de ropa y recogió del perchero la correa del perro para salir a pasear. Solían atravesar el puente de San Telmo y bajar al paseo para recorrerlo hasta el muelle de la sal. Allí siempre se detenían, junto a la escultura de hormigón de Chillida. Patricia se relajaba con el ruido provocado por las ruedas de las bicicletas sobre el carril de madera habilitado para ellas en el paseo fluvial. Admiraba los ojos del puente y dejaba el pensamiento libre, despreocupado del trabajo, de la distancia que la separaba de sus padres, de Juan Pe y sus líos, de Rafa y los suyos, de ella misma. A veces, en estos trayectos imaginaba historias basándose en las escenas que encontraba a su paso. Dos jóvenes amantes que se besan con disimulo para ocultar su amor, guarecidos entre las palmeras que rodean a la Torre del Oro; una chica sentada con las piernas cruzadas un poco más adelante, casi en el muelle, mirando al río fijamente, como si estuviera conversando o desahogándose con él; un hombre de mediana edad, con los codos apoyados en la baranda del puente de Triana, cabizbajo, pensativo, tal vez, ahogando sus penas en el río o lanzando un deseo a esa fuente de corriente continua, testigo mudo de todo lo que a su alrededor acontecía... Lo hacía casi sin darse cuenta, inventaba la vida de las personas que encontraba a su paso desde que era pequeña y, especialmente, se había acostumbrado a mantener aquella manía en la ruta del paseo con Bicho, ruta que ya no tomaban desde hacía unos meses, porque las obras que se estaban llevando a cabo, deslucían el trayecto. Ahora atravesaban siempre la otra ladera del río, la calle Betis. Allí se encontró con una mujer que había bajado de su bicicleta y se había sentado con un cuaderno a escribir, seguramente ―inventó ella―, porque no encontraba un rincón más tranquilo en su propia casa. Al ver a aquella mujer del cuaderno concentrada en su escritura, se acordó de Nerea. Buscó el teléfono móvil, abrió la aplicación de Whatsapp. «¿Dónde estás, perdía? Bicho y yo nos preguntábamos si te apetecería tomar algo en alguna terracita». Nerea apareció en línea. «Ya estoy en casa con el pijama puesto. Cené con Alicia un par de tapas, cerca de la editorial, y me vine para acá». ¿Cenó? ¿Qué hora era? Miró el reloj del teléfono, las veintitrés y cinco. No pensaba que fuera tan tarde. «¡Se me pasó el tiempo volando! Vamos para casa», le contestó y apuró el paso.
      Bicho entró directo al cuenco del agua, tenía sed después de la caminata. Al escucharlo se podría confundir con un cerdo que bebe de un abrevadero. Patricia también llegó con sed. Posó las llaves en el recibidor, colocó de cualquier manera la correa en el perchero y no se molestó en apagar la luz de la entrada, al contrario, se sirvió de ella para llegar a la cocina. En su recorrido sombrío, atravesó el salón y vio la puerta de la habitación de Nerea cerrada. Supuso que ella estaría dentro pero, antes de saludarla, quería hacer una visita a la jarra de agua que había en la nevera. No se percató de que su amiga estaba en una de las butacas de la terraza, con la única iluminación de una vela sobre la mesita plegable de madera que separaba su butaca de otra vacía hasta ese momento.
― Buenas noches, maitia ―escuchó al salir de la cocina.
― ¡Uy! No sabía que estabas ahí.
― Ya, no me ha dado tiempo a abrir la boca, cuando me he dado cuenta ya estabas en la cocina ―Patricia sonrió mostrándole un vaso de agua prácticamente vacío―. ¡Ah! Mira tú por dónde... ¿te queda hueco para una cerveza? ―Nerea levantó del suelo un cubo pequeño con hielo, sobresalían dos cervezas Coronita con una rodaja de limón en la boca de la botella―. Las compré de camino a casa, como sé que te gustan, creí que podríamos hacer un trueque: la cerveza a cambio de una buena conversación, como antes, como por Skype, sólo que ahora puedo oler, en vivo y en directo, esa brisa nocturna trianera de la que tantas veces me has hablado.

[Continuará]

Mañana será siempre II


     Triana sobrepasaba con holgura los veinte grados al comienzo de la noche, aunque el calor no derretía el termómetro como en semanas anteriores. A esas horas, bares y terrazas empezaron a llenarse de gargantas secas y manos empuñando cañas de cerveza muy fría o alguna bebida espirituosa. Nerea y Patricia fueron a un bar de la calle San Jacinto. Les acompañaba Bicho, un pequeño bulldog francés que los padres de Patricia le habían regalado para el vigésimo quinto cumpleaños, recién nacido, color canela, todo orejas. De aquello hacía ya tres años.
— ¡Bicho, retírate un poco, hijo, que pegas calor! ―exclamó Patricia, retirando sus sandalias del lomo del perro.
— Me recuerda a Iris, qué bonachón el tío ahí tumbado debajo de la mesa. Debe tener un calor… yo me estoy asando ―dijo Nerea, abanicándose con la carta de tapas plastificada.
— Esto no es nada. Lo que pasa es que vas con esa melena de rizos suelta y… ¿qué esperas? Esta mañana sí que hacía calor. ¡Oye! ―repicó los dedos sobre la mesa y puso cara de haber recordado algo―. Hablando de esta mañana, todavía no me has contado nada.
— Si es que no te he visto hasta ahora y yo…
— …necesitas tu tiempo, sí, ya lo sé.
— ¡Eso! Tú ríete pero es verdad, a mí me gusta analizar con calma, digerir las cosas y ya luego, contarlas a mi manera.
— ¿Y bien? ¿Te gusta el trabajo o no? Bueno, cómo no te va a gustar, si tú lo que querías era seguir trabajando en el diseño y, encima, qué me dices, si más cerquita de los libros es imposible, ¿eh? Ya sabía yo que…
— ¡¿Maitia, si lo sabías todo para qué me preguntas?! ―interrumpió Nerea, riendo sin dejar de abanicarse―. Aunque no te equivocas, me he llevado muy buena impresión.
— ¿Y cómo es la editorial? Paco me habla de ella cuando pasa por la librería, a veces, llega desbordado, ¿sabes? ―Patricia se inclinó sobre la mesa apoyando los codos encima, acercándose así a su amiga igual que si fuera a contarle un secreto―. Sacar adelante esa editorial tan pequeña debe ser un poco agobiante, ¿no? Es lo que yo pienso cuando lo veo aparecer con los cables cruzados. Menos mal que tiene buen humor ―volvió a reposar la espalda sobre el respaldo de aluminio.
— Estoy de acuerdo contigo en lo del buen humor. Además, es un currante, no va de jefecillo.         Cuando llegué me estaba esperando en el vestíbulo, al lado de la máquina de café, y lo primero que hizo al verme fue preguntarme cuál me apetecía. ¡Ahí ya me ganó! Después, me llevó a la que sería mi mesa y me contó los inicios de Trianaversa, me habló de su amor por la poesía, de cómo le ha afectado la crisis… También, charlamos sobre las modificaciones que ha tenido la línea editorial. Ahí podíamos habernos pasado el día. Luego, me presentó a Alicia, que realiza, sobre todo, funciones administrativas, y a Antonio, todo un personaje encargado del departamento editorial, que está muy vinculado al mío, que es el de producción y… ―Patricia llevaba un rato con la mente ausente, observando la gente que transitaba por San Jacinto― luego nos fuimos los cuatro juntos a pasear por la ciudad. Sí, como te lo estoy contando, recorrimos lo menos diez bares. Terminamos borrachos. Sí, sí… incluso nos bañamos desnudos en el río ―nada de lo que Nerea dijera apartaba a Patricia de su distracción―. ¿Patricia, me estás escuchando?
— ¡Sí! ―mintió sobresaltada―. Bueno, no, no te estaba escuchando.
— ¿Qué te pasa?
— Es que… estaba pensando en mi mañana. Rafa estuvo en la librería.
— ¿Cómo? ―preguntó arqueando las cejas en un gesto de sorpresa―.  ¿Hablas en serio?
— No te exaltes, no pasó nada. Le pedí que se fuera y nos vimos cuando salí de trabajar.
— ¿Qué quería?
— Nada, hablar conmigo. Al parecer, está ayudando en el restaurante de su padre, porque hace unas semanas la policía registró algunos pisos y se asustó mucho, no quiere ir a la cárcel, quiere dejarlo…
— Sí, claro… pues ya me dirás cómo va a mantener la Harley, el BMW y el ático con un sueldo de camarero ―movía la cabeza hacia los lados como si le hubiera caído algo en el cabello y pretendiera quitárselo―. ¡Qué va, hombre! La cocaína da para mucho más.
— No debe ser fácil salir de ahí.
— ¿Todavía sigues justificándolo? ―abrió los brazos con la palma de las manos hacia arriba―. No te entiendo, Patricia.
— Oye, yo solo digo que no debe ser fácil, esos tíos son peligrosos, prácticamente, te obligan a quedarte para que no los delates.
— Y Rafa es un santo.
— Yo no he dicho eso.
— En fin… ¿Te apetece otra caña?
— No.
     Nerea giró con desagrado la cabeza hacia un lado, enfocando la entrada del bar. Prefería dejar la conversación en ese punto. Le molestaba que su amiga siguiera excusando a su ex novio pese a los enredos, las mentiras y los dolores de cabeza que le había provocado desde que comenzaron a salir juntos, incluso, después de romper la relación. Puede que ella no conociera a Rafa en persona pero tampoco le hacía falta. Le había bastado con ver envuelta en lágrimas a Patricia a través de la webcam en las repetidas ocasiones en las que discutía con él y luego se desahogaba con ella. A tantos kilómetros de distancia, se había sentido estúpida consolándola por Skype, por teléfono o por medio de correos electrónicos; pero no había forma más inmediata y estaban acostumbradas a comunicarse así. Se habían conocido siete años atrás en un foro sobre poesía y, desde el principio, habían congeniado bastante. Ahora era diferente, vivían en la misma ciudad y no quería volver a verla sufrir con ese cantamañanas. En ese pensamiento estaba cuando salió la camarera con la bandeja repleta de bebidas. La siguió con los ojos en su recorrido por las mesas y aprovechó un cruce de miradas para pedirle la cuenta.
     Decidieron dar un rodeo de vuelta a casa para cumplir con las necesidades de Bicho. La noche se respiraba agradable. Atravesaron San Jacinto y desde el Altozano accedieron a la calle Betis, todavía repleta de gente. Desde allí recorrerían la ribera del río sin prisa, disfrutando de la escasa brisa procedente del Guadalquivir que acariciaba sus cuerpos como quien susurra en voz baja palabras bonitas al oído. 
— Menos mal que empieza a refrescar —comentó Nerea mirando al cielo y levantando los brazos en forma de cruz como queriendo abrazar aquel instante. Luego, volvió los ojos al otro lado del río, imaginando que ahí estaba su tierra y su gente, en lugar de Sevilla.
— Sí, la noche se porta mejor. Por eso, cuando el sol se esconde salimos todos a la calle como luciérnagas, no queda otra opción. ¡Vamos Bicho! —el perro se detuvo a olisquear en el alcorque de un árbol del camino, dando vueltas alrededor.
     Nerea siguió caminando sin dejar de prestar atención a la iluminación del otro lado del puente. Una ciudad llena de luces que brillaban bajo un cielo raso, cubierto de estrellas. El mismo cielo y las mismas estrellas que servirían de techo a Zarauz. Sin embargo, mediaba demasiada distancia entre ese lugar en el que se encontraba y su casa, demasiado lejos de sus seres queridos y también de Lara. No solía admitirlo, nunca aceptaba sus emociones débiles, como ella las llamaba, pero tenía miedo de haberse equivocado, tenía miedo de no ser capaz de vivir sin la protección de los suyos, de lo conocido.
— ¿No está sonando tu móvil? —le preguntó Patricia, que andaba un paso por detrás de ella.
— Sí, es el mío —respondió sacándolo del bolsillo trasero de su pantalón y se le iluminó la cara al comprobar que era su padre quien la llamaba—. ¡Kaixo aita! —ni pudo ni quiso disimular su emoción porque no tuvieron ocasión de despedirse en persona—. Sí, estoy bien no te preocupes, de verdad —notó en la voz de Niall, su padre, una emoción similar a la suya, emoción a la que no estaba acostumbrada.
     Niall regentaba un irish pub en San Sebastián, ciudad en la que vivía desde que a los dieciocho años se marchó de Irlanda. Allí empezó a trabajar como instructor de surf, allí conoció a Aitziber, allí se casaron y allí nació su hija y vivió los primeros años de vida. Nerea adoraba a su padre, sobre todo, cuando era una adolescente. Todas sus amigas envidiaban al padre que se comportaba más como un amigo simpático, atractivo, siempre unido a su tabla de surf, con el pelo enmarañado igual que el mar picado en un día de tormenta y las pecas de Nerea. Aunque, posteriormente, habría preferido que fuera más parecido a un padre. Sin embargo, a raíz del divorcio, él se quedó a vivir en la casa de San Sebastián, Nerea y su madre se fueron a vivir a Zarauz y la relación de Niall con su hija se enfrío, como la relación con un amigo cuando hay distancia y poco contacto de por medio. Además, Nerea siempre culpó a su padre del alejamiento de Lara. Fue él quien le enseñó a surfear durante los veranos en Zarauz, fue él quien la introdujo en aquel mundo y quien se percató de sus habilidades con la tabla. A su hija nunca le había gustado tanto, ni tenía la capacidad de Lara. Ahora, pasados los años, Nerea notaba que volvían a hablar como padre e hija.
— Bueno, si tú dices que estás bien me quedo más tranquilo —dijo Niall al otro lado del teléfono— aunque no te tenga delante para ver si escondes tus ojos tras la melena de rizos
mientras miras de reojo al suelo, como hacías siempre de pequeña cuando mentías.
— ¡Aita! —pronunció a modo de queja al darse cuenta de que acababa de realizar ese gesto.
— Esa protesta me dice que lo acabas de hacer —no pudo evitar reírse al descubrir a su hija en una mentira como cuando era niña—. Escucha Nerea —tras las risas, su voz de acento ya más vasco que irlandés adoptó un tono suave y cálido que su hija hacía mucho que no oía en él—, sé que vas a estar bien, y sé que eres capaz de hacer todo lo que te propongas. Y siento no haberte dicho esto antes, siento que hayas tenido que irte lejos para darme cuenta de que nunca te lo había dicho...y de lo mucho que te quiero —aquí su voz se entrecortó, Nerea frenó en seco su paso y un escalofrío recorrió su cuerpo.
Aita, ¿estás bien? —según salían esas palabras de su boca se percató de que no eran las más adecuadas, pero no acertó a decir otras.
— Sí, sí tranquila, no te quería preocupar, será la edad, que estoy viejo.
— Ya quisieran todos los viejos parecerse a ti —los dos se rieron a la vez, relajando la conversación.
— Escucha, en cuanto pase septiembre y termine la temporada alta —hasta que no terminara el Festival de Cine de San Sebastián, el trabajo en el pub era continuo— me cojo unos días y te voy a hacer una visita, si te parece bien.
— Pero aita, mira que aquí no hay olas.
— Bueno, creo que podré vivir unos días sin las olas, ellas, a fin de cuentas, van a estar más cerca que tú el resto del año; peeeero —alargó la palabra y exageró su pronunciación con la intención de quitar peso a la frase que acababa de decir— Cádiz está muy cerca, y siempre he querido probar mi tabla en sus aguas, no me vendrá mal que mi hija viva en Sevilla.
     La conversación se alargó poco más. Patricia y Bicho se habían adelantado en el camino y Nerea, tras colgar, decidió sentarse sola en el banco de piedra que bordea el río. Se quedó callada. Analizó la conversación que acababa de tener con su padre. Lo había notado raro. Una sensación extraña se instauró en su estómago.

[Continuará]

Mañana será siempre I


    <<I don't want to earn my living. I want to live>>. Esa frase de Oscar Wilde resonaba en la cabeza de Nerea mientras observaba desde la tribuna la fila de personas que se había formado en el Fnac de Sevilla, el nueve de septiembre. ¿Cómo había cambiado tanto su vida? Miró a la derecha y encontró la respuesta en los sesenta kilogramos de nervios e ilusión sentados a su lado, portadores de una sonrisa muy particular, esa de la que una vez creyó estar enamorada.
― ¡Es increíble! ¿Te has fijado? La sala está llena ―exclamó exaltada Patricia, la dueña de los sesenta kilogramos, de los nervios, la ilusión y la sonrisa.
― Sí, hasta arriba ―confirmó Nerea con los ojos muy abiertos―. Quién nos lo iba a decir... ¡Nuestra primera firma!
    Justo un año antes, más o menos a la misma hora, Nerea había quedado para el hamaiketako con sus amigas en la cafetería de una de ellas. Estrenaba el traje de casera que su madre, Aitziber, le había confeccionado para la celebración de la fiesta vasca. Falda y pololos con puntillas y lazos de color burdeos brillante, delantal azul claro, blusa de cuello mao en marfil con bordados en las mangas y a lo largo de la botonera, corpiño rosa palo de lazaderas azuladas con el mismo tono que el delantal y, por último, pañuelo elaborado con trozos que habían sobrado del resto de telas, como si fuera una pequeña manta de esas que tanto le gustaban, al estilo patchwork. Para esta ocasión, había escogido el color de las telas pensando en los tonos que caracterizaban a su hija. La falda y su pelo, el delantal y sus ojos, la blusa y su piel. La combinación era perfecta. Había quedado precioso. Aitziber era una apasionada de los trajes regionales vascos y la tradición que giraba en torno a ellos. Por eso, cuando se divorció a los cuarenta y cinco años, convirtió esta pasión en el medio para ganarse la vida.
    Nerea había terminado de arreglarse en su habitación, se miró al espejo y dejó escapar una sonrisa orgullosa y complacida, pensando que, definitivamente, había heredado de su madre el gusto por los colores y sus matices. En ese momento, sonó el teléfono móvil sobre la cómoda. En la pantalla, una foto divertida de Patricia ―su amiga sevillana― le anticipaba la identidad de su interlocutor.
― ¡Hola maitia! ―la saludó como de costumbre―. ¿Qué pasa?
    El rostro, atento a la voz que provenía del auricular, evolucionó por segundos, pasando de la alegría más natural al asombro contenido en sus ojos expresivos. Salió de la habitación con el teléfono móvil pegado a la oreja, dirigiéndose hacia la puerta de entrada y haciendo una parada en la cocina para despedirse de su madre. Ya en la calle, se atrevió a interrumpir a su amiga.
― Espera, que no me estoy enterando de nada. ¿En Sevilla dices?
― Que sí, chiquilla, aquí, a mi vera.
― ¿La semana que viene? ¿Tan rápido? Yo… ya sabes que necesito mi tiempo. No sé si…
― ¡No tienes que saber nada! ―exclamó Patricia al otro lado―. Es una buena oportunidad. No te preocupes por el alojamiento, te quedas en mi casa hasta que encuentres un piso que te venga bien. Mis padres no llegarán de Chile hasta navidades y a Juan Pe no le importa que te instales en casa, ya le he preguntado.
― Bueno, bueno, dame un par de horas, por lo menos. Déjame asimilarlo.
    Al acabar la conversación, Nerea frenó de golpe su paso y se apoyó en una tapia del camino. Era un día caluroso, como todos a primeros de septiembre pero, hasta entonces, no había reparado en el sol que teñía las fachadas de los edificios, la copa de los árboles, la carretera, los coches aparcados y el paseo en el que, de pequeña, tantas veces jugó con Iris cuando ésta aún vivía. Las aceras empezaban a llenarse de colores y de trajes de casera. Todo le era familiar y conocido. Todo menos ella misma, tan diferente a aquella Nerea que a los diecinueve soñaba con viajar, con conocer lugares y personas diferentes, coleccionando experiencias que recogería en su agenda para luego usarlas en sus poemas. Los años habían pasado y sentía que su vida y sus sueños se habían estancado, porque siempre había encontrado alguna razón para postergarlos, a causa o por culpa de ese sentido de la responsabilidad que tan bien la caracterizaba. Y ahora, la mujer de treinta y cinco años que estaba apoyada en la tapia ya no soñaba como antes, se había acostumbrado a una vida que dependía más de los que le rodeaban que de sus sueños e inquietudes.
    Miró el reloj. Eran las once y diez. Como siempre, llegaría tarde. Suspiró y retomó el paso ligero. Al llegar a la cafetería, ya estaban todos sentados a la mesa: Ana, Isabel, Alazne, Estitxu, Aitor y Kepa. Todos con sus respectivas parejas, con sus familias. Solo faltaba ella, porque Lara, la otra ausente, se encontraba en la otra punta del mundo. Lara sí había dado el paso, ella sí fue capaz de ir tras su sueño sin importarle lo que dejaba atrás, entre otros, a la propia Nerea. Desde que se fue a Australia a vivir del surf, hacía ya doce años, Nerea era la única de su grupo de amigos que acudía sin pareja a los hamaiketakos de la fiesta vasca, sobre todo, porque nunca volvió a llamar pareja a ninguna otra que no fuera Lara. Eran Maider, Leire, Irene, Izaskun, María o Virginia; pero nunca su pareja. Ni tan siquiera Marina, con la que mantuvo una relación de tres años.
    Se sentó en el único hueco que quedaba libre en la mesa y, enseguida, las típicas quejas por su tardanza se desvanecieron cuando comenzaron a comer y a beber con la misma intensidad y alegría que todos los años, aunque nunca como antaño. Desde que sus amigos se habían convertido en padres, ya no bebían tanto e intentaban alargar el hamaiketako para que los niños disfrutaran jugando en los columpios. Era peligroso ir de poteo con ellos al pueblo, había demasiada gente, no solo en los bares ―a los que era casi imposible acceder― sino en las propias calles. Además, ese año la fiesta caía en viernes y coincidía con día festivo en toda Guipúzcoa, lo que se podía traducir como una marabunta de gente desinhibida y borracha ya desde el mediodía. Estuvieron bebiendo sidra en un ambiente tranquilo y apacible, atiborrándose de los pinchos que Maite, la dueña de la cafetería y miembro de la cuadrilla, sacaba con frecuencia de la cocina para que la sidra no se les subiera a la cabeza. La conversación de la mesa giraba en torno a la vuelta al colegio, los horarios de clase o el precio del material escolar; pero la cabeza de Nerea no había dejado de pensar en la propuesta que Patricia le había hecho un rato antes. Demasiada precipitación. Ella no solía actuar así. Necesitaba su tiempo. ¿Cuánto? ¿Cuánto había desperdiciado ya? ¿Cuándo iba a prescindir de las excusas? Como la que deja que su boca resuelva sin tener en cuenta al resto de partes de su cuerpo y ajena a los derroteros por los que se había extendido la conversación, exclamó de pronto: ¡la semana que viene me voy a vivir a Sevilla!.

    Ya era quince de septiembre cuando buscaba el número cuarenta y nueve de la calle Castilla con un nudo en el estómago. Allí comenzaría una nueva andadura como diseñadora gráfica, maquetando y componiendo la nueva colección de publicaciones de la editorial independiente Trianaversa. La esperaba Paco Martos, fundador de la editorial, amigo de Patricia y, probablemente, uno de los mejores clientes de la librería en la que esta trabajaba.
    El barrio todavía estaba por amanecer. Aunque Nerea había visitado varias veces aquella ciudad, nunca la había mirado con los ojos de esa mañana. La calle Betis era una recta muda y solitaria, cubierta de un sol todavía veraniego. Solo un bar abierto, ya cerca del puente de Isabel II, puente que Nerea no llamaba así porque Patricia, como buena trianera, le había explicado que, dijeran lo que dijeran los libros y las guías turísticas, ese puente no era de ninguna Isabel. Aquel era el puente de Triana. Pronto se llenaría el mercado de abastos y las terrazas de la plaza del Altozano con un discurrir continuo de turistas.
    A unos minutos de allí, Patricia salía de su piso en la calle Troya para dirigirse al trabajo. Le tocaba abrir la librería y, aunque en bicicleta no tardaría demasiado, le gustaba llegar con antelación y disfrutar de la soledad de los pasillos llenos de obras, el olor a libro nuevo, la variedad de estilos en las cubiertas, de los tamaños, grosores, temáticas... Debería haberme hecho bibliotecaria, en lugar de estudiar Turismo. ¡Anda que no me acuerdo del dichoso orientador del instituto! ―se decía a sí misma a menudo. Aquella mañana, volvió a mascullarlo entre los dientes mientras quitaba la cadena a su bicicleta y volvería a repetirlo en silencio por el camino. Ya cerca de la librería, notó en el bolsillo de su pierna la vibración del teléfono móvil y esperó hasta llegar al quiosco de la calle Sierpes, para detenerse y sacar el teléfono del bolsillo. Era un SMS de Paco Martos. Él nunca usaba el chat de Facebook o la mensajería de WhatsApp para comunicarse porque no le inspiraban mucha confianza. El mensaje de texto solo decía: "Gracias por haberme recomendado a Nerea, es muy simpática y estoy seguro de que hará una labor envidiable. Aquí estoy con ella, definiendo sus funciones. Te debo una cerveza". La boca de Patricia se arqueó satisfecha. Cuando Paco le comentó que estaban buscando a una persona para abarcar más proyectos, sabía que Nerea era ideal para el puesto. Estaba en paro, después de trabajar como free lance en varias empresas de diseño gráfico, y llevaba algunos meses con la moral por el suelo. Además, siempre le había hablado de su inclinación por el mundo editorial, los libros y la literatura. Ese trabajo era para ella y el cambio de aires le sentaría de maravilla.
    Poco antes de las nueve y media de la mañana, la librería ya estaba preparada para abrir sus puertas, solo a falta de que Patricia recolocara los libros de una de las baldas de la estantería de clásicos, tumbados por efecto dominó. Desde la estantería, de espaldas a la entrada, oyó un ruido repetido. Se giró para descubrir de dónde provenía. Un hombre golpeaba el vidrio de la puerta principal con la yema de los dedos. Al comprobar que había conseguido llamar la atención de Patricia, le dedicó una sonrisa. Ella, sin embargo, removió el brazo en el aire indicándole que se fuera; pero el hombre de la puerta, que no era otro que Rafa, su ex, negó con la cabeza. Una vez más, le indicó que se marchara con la mano y con la barbilla, pero él no hizo el más mínimo ademán. Patricia miró el reloj, comprobó que ya eran las nueve y media y se dirigió hacia la entrada para abrir.
― ¿Qué haces aquí? ―preguntó con una fingida serenidad.
― ¿No puedo venir? ―respondió él con otra pregunta, renovando la sonrisa que antes no había surtido efecto. Corrigió después la postura del cuello de su camisa. Patricia adelantó un paso hacia fuera, miró a ambos lados de la calle y comprobó que todavía no había rastro de ninguno de los compañeros que trabajaban en su mismo turno.
― Deberías irte, Rafa.
― Creo que no, de hecho, me han entrado ganas de comprarme un libro ―dijo esto al tiempo que avanzaba hacia el interior de la librería dejando a Patricia en la entrada.
― Rafa, por favor, márchate ―le ordenó sin éxito y fue tras él, recorriendo los estantes.
― No.
― ¡Rafa!
― ¿No lo entiendes? ―preguntó girándose hacia ella con los brazos levantados―. Es la única forma de que me escuches. No me mires como si estuviera loco. He intentado hablar contigo pero no respondes a mis llamadas ni tampoco a mis mensajes de WhatsApp ―Patricia se distanció de él negando con la cabeza y verificó que nadie más estuviera en la librería. Después de confirmarlo, volvió a la entrada para mirar hacia los lados de la calle y luego, regresó dentro, donde Rafa la esperaba con el codo apoyado en el mostrador de caja. De nuevo, insistió con la sonrisa carnosa, custodiada por hoyuelos, con la que siempre había logrado convencer a su ex novia. La piel bronceada ayudaba en aquel acto persuasivo, también lo hacía la musculatura marcada en la camisa. Patricia, intranquila, preocupada por la pronta aparición de sus compañeros, decidió conceder una tregua a la irritación con la que llevaba dos meses huyendo de él.
― De acuerdo, podemos hablar, pero ahora no. Estoy trabajando. ¿Nos vemos cuando acabe el turno?
― Claro. Yo tengo unos recados que hacer. No es lo que piensas, ¡eh! He quedado con estos ―así llamaba a su grupo indefinido de amigos― para solucionar un tema, pero puedo recogerte con la Harley cuando salgas.
― No es necesario. Vine en bicicleta. Si quieres nos vemos en... ―consultó con el suelo su decisión durante unos segundos― ¿el Dos de Mayo? ¿A las tres?
― Perfecto ―concluyó, incorporándose del mostrador y acercándose a Patricia con intención de darle un beso en la mejilla, acto que ella aceptó con resignación sin sortearlo.

[Continuará]