lunes, 26 de septiembre de 2016

Mañana será siempre V


                                                       [2016, Nuria Sobrino y Soraya Benítez]

     El estruendo de la alarma la despertó asustada. Un arpegio chirriante que aumentaba la intensidad a toda velocidad. La noche anterior había decidido cambiar el bip, bip, bip, suave de la memoria del despertador por otra opción más imperativa. Le daba miedo quedarse dormida. Se había acostado muy tarde. Patricia se incorporó y apagó la alarma tan rápido como pudo. Luego, se levantó y fue hacia la ventana. Todavía no había amanecido. Oyó algún ruido proveniente, quizá, de la cocina, porque era similar al que hacían platos y cubiertos sobre una mesa. Olor a café y el zumbido del exprimidor se coló en la habitación. Le extrañaba que su hermano se tomara la molestia de preparar el desayuno, debía ser Nerea. Fue a confirmar su intuición. Allí vio a su amiga, ya arreglada, que terminaba de exprimir una naranja y le saludaba con una sonrisa abierta.
― ¡Buenos días! 
― ¡Buenos días! ¿Tú no descansabas hoy de la editorial? ¿Qué haces ya levantada? 
― Que no tenga que ir a Trianaversa no significa que no tenga que trabajar ―sonrió antes de sentarse al lado de Patricia en la mesa―. ¿Cómo has dormido?
― Bien, aunque... ―dejó la frase a medias y su rostro expresó un repentino gesto de preocupación― este niño no hace más que darme disgustos. ¿Se piensa que soy idiota? ―hablaba en susurros para que su hermano no la oyese, en caso de estar despierto―. ¡Que no, hombre! ¡Que lo del labio no fue un golpe que le dieron sin querer!
     Estaba segura porque no era la primera vez que Juan Pe se veía envuelto en una discusión y llegaba a casa con la ceja partida o un ojo morado. Era el precio que pagaba por haber ayudado a Rafa en sus trapicheos cuando trabajaba para él en un bar de la Alameda. Eran amigos, de toda la vida, aunque él se desmarcaba de las gamberradas del grupo de Rafa. Era un chico nervioso y travieso; pero, al mismo tiempo, honrado y estudioso. Obtenía siempre buenas calificaciones en clase. Horacio, su padre, le animó a estudiar delineación y topografía. La idea era que trabajara, posteriormente, con él y con Pilar, la madre de Patricia y Juan Pe, en la pequeña empresa familiar de ingeniería y proyectos de obra civil y pública que habían montado juntos en el año ochenta y nueve. Sin embargo, poco después de acabarar los estudios y empezar a trabajar en la empresa, todo se derrumbó. La crisis, la quiebra, las deudas. Sus padres no fueron capaces de prever aquello, tampoco de contrarrestarlo. Un duro golpe para ellos y para las cinco familias de los cinco empleados que trabajaban allí. Endeudados, apremiados por la frustración y la desesperación, decidieron aceptar la oferta de empleo que les hizo un buen amigo, también perteneciente al sector de la construcción. El único problema era que la empresa estaba en Chile y, si bien Horacio y Pilar se marcharon, consiguieron pagar sus deudas y recobraron parte de la estabilidad que antes poseían, no olvidaban que ese logro había sido a costa de los miles de kilómetros de distancia que les separaban de sus hijos. Desde entonces, Juan Pe no había logrado salir de la espiral de entrevistas laborales, contratos basura y despidos. Estaba angustiado. Sus padres y su hermana contribuían de alguna manera a la economía familiar. Él originaba más gastos que aportaciones. Por eso, cuando Rafa le ofreció trabajar en el bar que regentaba con otro socio, se vio obligado a aceptar el puesto, aunque supiera de antemano que su cometido no sería el de un camarero normal, que alternaría el servicio de copas con el de papelinas de cocaína.
― Mujer, no quiere que te preocupes―dijo Nerea, también susurrando.
― Lo sé.
― Lo que tiene que hacer es alejarse de los negocios de Rafa. 
― Ya... ―Patricia asintió con vehemencia, como si aquella fuera la recomendación que ella le diera a Juan Pe a diario; luego, suspiró―. Desde que no trabaja para él, se supone que no se han visto.
― Ese Rafa es un... ―Nerea ahogó la voz de lo que sería un insulto―. Tú también deberías distanciarte.
― Yo solo hablo con él, alguna vez, a través de Whatsapp. Parece otro. Le ha venido bien que la policía le metiera miedo. Oye, ¿qué es eso? ―hasta entonces, sus ojos no habían advertido un viejo álbum de fotos que descansaba sobre la esquina opuesta de la mesa.
― ¡Ah! Sí, quería enseñártelo ―Nerea estiró la mano y lo cogió, relajando la tensión que le producía hablar sobre Rafa. Todavía resonaban en su cabeza las palabras que él le dedicó un día, desde el teléfono de la que todavía era su novia: «No soy Patricia, soy Rafa, su novio y estoy hasta los huevos de ti, ¿me conoces acaso? ¡Deja de meterte en nuestra vida!». Dicho eso, colgó. Nunca se lo contó a Patricia. Tampoco, obedeció a su novio―. El desván de Trianaversa está lleno de trastos. Le pregunté a Alicia si podía llevármelo y me dijo que le hacía un favor. Lo más probable es que perteneciera al anterior dueño de la casa.
     Parecía un álbum muy antiguo. Sus tapas eran negras, gruesas. El papel rugoso de las hojas en el interior poseía un marrón amarillento que costaba adivinar si era el color original o el resultado del tiempo. Fotos en blanco y negro, recortes de prensa, anotaciones, algún dibujo. Todo colocado en una especie de desorden organizado que olía a historias, a vida. Nerea pasaba las hojas con fascinación, como si la noche anterior, después del episodio con Juan Pe y ya en su habitación, no hubiese explorado durante varias horas el contenido. Patricia, contagiada, miraba con curiosidad cada imagen y cada palabra. Una de las fotografías mostraba a un hombre y a una mujer, abrazados, sonrientes. Al pie de la fotografía, una fecha: diecisiete de julio de mil novecientos treinta y seis. Nerea despierta de su embeleso con el tono de alarma de su teléfono móvil y se pone en pie.
― Me voy, que ya es hora de hacer algo de provecho ―coge su bolso del perchero, acción que podía seguirse desde la mesa de la cocina, aunque Patricia no la mira porque continúa ojeando el álbum―. 
― ¿Te gustaría que saliéramos esta noche? Llevo sin salir desde... ―rebusca en su memoria mirando la lámpara del techo― desde que me vine de Zarauz.
― Como quieras ―respondió Patricia sin prestar el interés que sí estaba dedicando al álbum.


     Aquella tarde, el otoño salió a la calle en manga larga. No hacía frío, pero la brisa invitaba a cubrirse. Las primeras luces se encendían en las farolas de la Alameda de Hércules. Un río de gente invadía la plaza, . La noche y las ganas de olvidar por unas horas la rutina de la semana, se dejaban notar en las caras sonrientes y desinhibidas de los grupos de amigos que llenaban las terrazas. Patricia y Nerea eran dos más en esa muchedumbre anhelante de evasión. Habían salido juntas de casa tras acicalarse: ducha, maquillaje y la ronda pertinente por las perchas de los armarios hasta dar con el atuendo definitivo. La sevillana, tras varias pruebas infructuosas, se decidió por una falda vaquera, lisa y recta, con aberturas laterales. Sus zapatillas Adidas Originals Stan Smith doradas, resaltaban el bronceado de las piernas. En su camiseta blanca con letras negras se podía leer: «I'm my Idol». Nerea, por su parte, había optado por unos pantalones vaqueros ajustados, camiseta blanca, básica, muy sencilla, salvo por el escote pronunciado. En el cuello, un pañuelo oscuro tipo cowboy. Botines negros de tacón medio, y una cazadora de estilo rockero, a juego con los botines. Cuando se encontraron en el salón, Nerea miró embobada a su amiga y lanzó un silbido que acompañó con el comentario: «y el mío, también», en referencia a la frase de la camiseta de Patricia. Esta, le recriminó su actitud como quien riñe sin reñir, ruborizada en cualquier caso. No era la primera vez que Nerea la halagaba, siempre le había parecido una mujer muy atractiva y no perdía oportunidad para hacérselo saber. «Con ese cuerpo y esos labios haces temblar a hombres, mujeres y marcianos», solía reiterar. 
     Se sentaron en una mesa de la terraza de El Corto Maltés ―una de las tabernas más conocidas y ambientadas de la zona―, y dejaron que la cerveza refrescara sus gargantas, sus cuerpos y sus angustias. De manera casi matemática, al tercer botellín, la vida se destensaba, sobre todo, para Nerea, que dejó atrás las contemplaciones propias de su naturaleza vasca.
― ¿Se puede saber qué estás mirando? ―preguntó Patricia, tras un silencio prolongado y una amiga de cuerpo presente pero de mente a saber dónde.
― Yo, nada —contestó Nerea, sin desprender la mirada del paisaje que tenía a dos mesas de distancia: una morena de ojos verdes que charlaba con dos amigas más―. Me recreo en las vistas sevillanas, que son preciosas.
     A Patricia no le encajaba el comentario de su amiga, que estaba mirando en dirección a la calle Mata. Se giró para descubrir de qué vistas hablaba, vio a la morena de ojos verdes, volvió los ojos, nuevamente, a Nerea y, de nuevo, a la chica, para asegurarse de que había acertado. 
― ¿En serio? ―levantó los brazos, agitando las manos, en señal de indignación—. ¡Ya te vale! ¿Es que allí arriba no os enseñan a mirar con disimulo?
― Allí arriba, como tú lo llamas, no hay tanta carne al descubierto. Ten en en cuenta que llueve más de la mitad del año. Además, últimamente estoy... ―su mirada se volvió melancólica, titubeó la voz―. Bueno, da igual, son tonterías. ¿Y tú qué?
― ¿Yo qué de qué?
― ¿No tienes ganas de volver a enamorarte? ¿De conocer a algún chico especial? ―Patricia la miraba con extrañeza―. Sí, mujer, conocer a uno con el que quedar, con el que salir a divertirte... ―Patricia la miraba sin saber a dónde quería llegar, bebiendo un sorbo de la cuarta cerveza― ¡Con el que echar un polvo!
― Yo no tengo tiempo para esas cosas ―respondió entre carcajadas―. Bastante tengo con el trabajo, la casa, Juan Pe, Bicho...
― Pues deberías hacer hueco para darle una alegría a ese cuerpo.
     Patricia alzó la mano y enseñó la palma a su amiga, a la vez que negaba con la cabeza.
―No me apetece. Hace tiempo que no me apetece. No tengo ganas de nada ―balbuceaba―. Todos los días son iguales: librería, casa, librería, casa... más los disgustos que quiera darme Juan Pe ―ahogó la frase con el primer trago de la quinta cerveza, gesto que Nerea imitó―. Estoy cansada de llevar la carga de mi casa, de disimular cuando hablo con mis padres, de ver que pasan los años y mi vida no evoluciona. Me dan ganas de meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y quedarme ahí, no lo sabes tú bien, porque es que... es que... ―Nerea golpeó la mesa con la palma de la mano, acto que sobresaltó a su amiga― ¡Quilla, qué haces, vaya susto me has dado!
― Es que me estaba hartando de escuchar gilipolleces ―bebió lo que quedaba de la quinta cerveza, instó a que Patricia hiciera lo mismo―. Insisto: tú lo que necesitas es un polvo.
― Y que me toque el bote de los Euromillones ―añadió―. Perdona ―dirigiéndose a la camarera―, ¿nos pones otra? ―la camarera no tardó en salir con dos botellines más, la sexta ronda.
― Gracias, guapa ―dijo Nerea a la camarera.
― Tú lo arreglas todo follando ―replicó Patricia―. Sí, sí, tú. ¿Para qué? Para pasar el rato ―Nerea le indicaba con la mano que bajara la voz―. ¡No me callo! ¡Ahora no me callo! No te rías que estoy hablando muuuuy seria. ¿De qué te sirve acostarte con esta y con aquella, y con la otra...? Todo el tiempo buscando a alguien que sustituya a Lara ―Nerea dejó de reir―. Lo siento. No...no quise decir eso.
― No pasa nada, tranquila. No has dicho nada que no sea verdad.
     Lo que acababa de decir su amiga era cierto, desde que Lara se fue, sus relaciones habían sido la búsqueda de algo o alguien que le devolviera lo que sentía cuando estaba con ella, exigiendo a los demás sin ofrecer nada a cambio, más allá del placer del momento. En el fondo, tenía miedo a sufrir, a perder de nuevo.

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